Emilio Ruiz
Director de La Cimbra
www.emilioruiz.es
Por obligación, que no por devoción, esta semana he aterrizado en Rumanía. Y vaya viajecito. Cada vez me está resultando más difícil planificar un viaje cuando el medio de transporte es el avión. La agenda estaba plenamente ordenada. A las 10, salida de Almería; a las 12,30, enlace con Bucarest, y a las 7 de la tarde, primera reunión en la capital rumana. Todo se vino al traste por culpa de Air Nostrum, que se dignó despegar su aeronave desde el aeropuerto de Almería pasadas las doce del mediodía. ¿Razones? Peregrinas, como siempre: que si el avión viene de Pamplona con retraso, que si a su vez llegó a Pamplona procedente de París con retraso… cuentos chinos. Llegamos a Barajas cuando el avión de Tarom –porque ésta es otra, ¿cómo es posible que Iberia no tenga vuelos a Bucarest?- había dejado atrás los Pirineos. Tuvimos que coger otro vuelo, a las siete de la tarde, y, cuando entramos por la puerta del hotel, era de madrugada. Un día perdido.
No había estado nunca en Rumanía. Algo me sorprendió nada más llegar: no existe soterramiento de cables aéreos ni siquiera en el centro de la ciudad. Cada farola es un emporio de cables de todo tipo que dan al paisaje un aspecto penoso. Ni siquiera los edificios nobles se libran de tal presentación. Bucarest, que debe ser algo así como la crème de la crème del país, tiene el aspecto de lo que pudiera ser una ciudad mediana española de los años cincuenta. Todo, allí, está por hacer. Y hacerse, se hace poco. Parece que es verdad eso de que la Unión Europea les ha cerrado el grifo hasta que no aclaren el tema de la corrupción. Nos pusieron un ejemplo clarificador: en los proyectos que mandaron a Europa en busca de financiación, valoraban el kilómetro de autovía el triple de lo que costaba en cualquier otro país europeo.
Me llevé una sorpresa: la cantidad de gente que habla español. Era inevitable que surgiera la pregunta de rigor: “¿qué, tú también has estado en España?” “No, no, yo lo he aprendido viendo las telenovelas mejicanas”. Qué curioso. Por eso, con esta gente no charlábamos; platicábamos.
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