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Ni ángel ni demonio

Pedro Manuel de la Cruz
Director de La Voz de Almería

Cuando Ana Patricia Botín afirmó el pasado martes que Almería debería convertir el turismo residencial en un aliado no estaba, sólo, planteando una decisión táctica; estaba señalando el inicio de un camino a recorrer para convertir el aprovechamiento de nuestras posibilidades medioambientales en una estrategia que consolide la climatología, no sólo como un argumento para atraer turistas ocasionales, sino como un factor estratégico que vaya más allá de la estacionalidad veraniega o de fin de semana.

En un escenario de crisis provocada en gran medida por la insensatez de quienes se acercaron al sector de la construcción sin conocimiento del negocio, sin fondos para solventar dificultades inesperadas y sin los escrúpulos éticos y estéticos que impone la decencia, el que la presidenta de Banesto situara el ladrillo como una piedra sobre la que levantar una parte importante de la economía provincial sonaba, si no a herejía, si a sorprendente. No por lo que decía, sino por quien lo decía.

El ladrillo -o mejor: su irresponsable utilización- ha sido un factor determinante en el estallido de la crisis; pero no es el único. Por eso no hay que confiar en quienes abrazan con pasión el nuevo testamento que proclama que el sector de la vivienda es un espacio de maldad sin posibilidad de bien alguno; y no hay que confiar en la solvencia de sus argumentos, porque, la inmensa mayoría de los que así lo proclaman, son los mismos que, antes de que estallara la burbuja, también defendían con pasión el antiguo testamento que confiaba la felicidad en la lluvia sin orden ni concierto de cemento y arena.

Alejado por tanto del error del maniqueísmo -el ladrillo, como los antibióticos, no son ni buenos, ni malos, todo depende del uso que se haga de ellos-, lo que Botín dijo el lunes no era ninguna herejía ni, por otro lado, ninguna novedad. Han sido muchos los almerienses que han insistido en las posibilidades geoestratégicas de Almería y han sido todos los gobiernos (de todos los colores) los que no han hecho nada porque así sea; peor, o sí han hecho: poner obstáculos.

Hace cuatro años, y al regreso de un viaje por Arizona, traía yo a esta Carta la experiencia social y económica que estaba teniendo lugar en un territorio dotado de similares características a Almería.

Scotts Dale, un pueblo situado al este de Phoenix, era, tras la Guerra Mundial, un puñado de casas levantadas por los indios en medio de un desierto interminable crucificado de ramblas y salpicado de cactus y en el que la modernidad se reducía al ruido de los reactores por la mañana y, al atardecer, al sonido de la campana de la misión de San Carlos, tan cercana a la frontera con México. La luminosidad de su sol permanente y la inapreciable densidad de su demografía -apenas dos mil habitantes- le habían acabado por convertir en el mejor cielo en el que los pilotos americanos podían hacer prácticas con sus cazas.

Pero en los primeros años cincuenta algunos empresarios con los pies en la tierra, la mirada en el futuro y la imaginación en el cerebro miraron un mapa. Chicago, una ciudad sometida a la dictadura del frío y a la democracia de los negocios, estaba habitada por millones de personas condenadas a la hostilidad de un clima canalla. ¿Por qué -pensaron- no podemos ofrecerles a tres horas de avión lo que ellos no tienen? Cincuenta años después Scotts Dale es una ciudad de más de trescientos mil habitantes con un nivel de vida altísimo y unas condiciones sociales y culturales excepcionales. La imaginación, la ausencia de trabas burocráticas, el turismo residencial y el golf habían convertido un erial de miles de hectáreas en una ciudad modélica en la que la contaminación lumínica o la destrucción de un cactus cuesta a quien lo hace una multa de 18.000 dólares. El desarrollo no solo había generado riqueza; había provocado una conservación del medio ambiente donde antes sólo había ruido y rastrojeras.

Como es habitual en la tradición almeriense, los que allí estuvimos dedicamos parte del viaje a recuperar la pegunta que siempre hacemos cuando salimos fuera: ¿Porqué Almería no puede desarrollar lo que otros, en un territorio similar, han desarrollado y con gran éxito?

La crisis pasará pero la niebla húmeda de Londres o el frío helador de Franfurt continuarán. Cómo continuará aumentado la esperanza vida y la búsqueda de la felicidad a través del ocio y la climatología. Almería puede satisfacer las aspiraciones de miles de centroeuropeos -ya lo está haciendo- que quieren vivir su ocio o su jubilación o su trabajo no obligatoriamente presencial, saludados por el sol de cada día, la calidez de sus playas a la puerta de casa y una calidad asistencial de igual o mayor calidad que la de sus países de origen; y todo ello a dos horas de avión de la bruma hostil de sus ciudades de origen.

No pongamos puertas al campo. La vivienda, en su concepción más tradicional o en su perfil de turismo residencial, es una necesidad vital, un bien social, pero, también, un sector económico importante cuyos beneficios -otra vez la simplicidad del maniqueísmo- no sólo tienen sus destinos en los constructores, promotores o la banca, también los tienen en todos las decenas de oficios relacionados con ella. Y sobre todo en los ciudadanos, en las familias que en ellas van a encontrar su hogar.

Y por último y no por ello menos importante: ¿Si Almería es un territorio en el que han encontrado acomodo, servicios, trabajo y felicidad miles de ciudadanos del sur, por qué no pueden encontrar ese mismo acomodo quienes vienen del norte?
(La Voz de Almería) 

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