¿Por qué los últimos tienen que ser los primeros?

Pedro Manuel de la Cruz
Director de La Voz de Almería

Hace unos días estuve en Vigo y, como sucede siempre que viajo fuera de Almería, al doblar algunas esquinas urbanas a veces encuentro espejos en los que veo reflejados nuestros aciertos y nuestros errores. Al principio me sentía preso de una patología que creía aislada, pero el tiempo me ha demostrado que el mal de la comparación es una enfermedad común que afecta a miles de almerienses, víctimas, a su vez, de la querencia del alma de la que disfrutan, aunque provoque el efecto secundario de la decepción, los que, de verdad, si aman a esta tierra y a este sol.

Pues bien, el sábado, en una esquina gallega con bruma disipada, pude ver, con espanto, como en una de las islas que componen el parque natural del archipiélago de las Cies se levantaba, insultante, un bloque de casi veinte plantas rompiendo uno de los paisajes más bellos de España. Allí, en la isla de Toralla, unida al pueblo de Canido por un puente sobre el mar, una mole soberbia de acero y de cemento se levantaba, vigilante, en una agresión sin piedad ecológica y con una estética cercana a la arquitectura de los barrios construidos en la época del comunismo siderometalúrgico tardío. La torre me recordó otras levantadas en Praga, San Petersburgo o el Berlín de la guerra fría. Una caja de cerillas apoyada en su base más estrecha y salpicada por una estructura de hormigón, cristal y acero; un monumento a la grisura sin sentido y con fealdad.

Con esa patología sin remedio a la que aludía hace unas líneas, miré a través de aquellos cristales rompedores del paisaje y volví a ver la discriminación positiva- permítanme el sarcasmo- con que Almería es tratada por las administraciones y sus normas y sus técnicos.

Recorres el litoral español y es imposible encontrar un territorio que aún mantenga un escenario de sostenibilidad y respeto medioambiental equiparable al almeriense. Hay que felicitarse por ello. La conservación de la belleza medioambiental es un arma de futuro contra la que sólo los depredadores suicidas del presente son capaces de disparar. Pero esa verdad, que nadie discute, debe alejarse del riesgo primario de la exageración, del fanatismo conservacionista prehistórico y del romanticismo estético que se conmueve ante la verdosidad fugaz de un lagarto un segundo antes de ignorar, con desdén, la presencia de un ser humano que quiere vivir, cuidar y morir en la tierra que fue de los padres de sus padres y en la que él quiere que crezcan sus hijos.

Los defensores de la agresión de Toralla, en su defensa extremada de la depradación territorial comparten el mismo mal que los muecines que anuncian el apocalipsis cuando alguien aspira a crear riqueza- para él, sí, pero también para otros más- y, además, hacerlo de forma ordenada y preservando los valores ecológicos.
Acostumbrados durante siglos a ser los últimos en casi todo, las administraciones y sus normas y sus técnicos se han empeñado en que Almería comience a ser la primera, no en la conservación medioambiental- con la que estamos de acuerdo-, sino en encabezar una manifestación de buldócer y dinamita en la que nadie nos sigue porque nadie quiere seguirnos.

Se puede estar de acuerdo o no sobre la legalidad controvertida de algunos edificios; o sobre la conveniencia, la oportunidad o la eficacia de eliminar las miles de agresiones al paisaje que se han cometido en España en los últimos años. En lo que ya no resulta razonable tanta discrepancia es en que tenga que ser Almería, la última en llegar a la desmesura puntual, la primera en dar ejemplo cuando en otras zonas, esa desmesura esta generalizada. Es posible que la casa de los Prior en Vera o las casas de sus compatriotas ingleses en el Almanzora se hayan construido en la más estricta ilegalidad; es posible. Lo que no es razonable, en modo alguno razonable, es que sea la casa de los Prior la primera en caer mientras hay decenas de miles de viviendas en Marbella, Alicante, Valencia, Murcia o Vigo sobre cuya presunta ilegalidad ninguna administración aplica un argumento jurídico, y sobre las que ningún esteta ha derramado una lágrima contemplando su fealdad obscena.

La norma, o es igual para todos, o acaba siendo un instrumento discrecional al albur de quien tiene capacidad para imponerla acomodándola a sus opiniones particulares, sus obsesiones personales o sus aspiraciones profesionales.

Está escrito en los evangelios que los últimos serán los primeros en el reino de los cielos; y está bien; ahora, del cielo para abajo, el que la haga, que la pague, pero que cada uno abone la factura por orden de antigüedad. Hay situaciones a las que no hay que llegar el primero; sobre todo porque corremos el riesgo de ser los primeros y, también, los únicos.
(Blog de Pedro M. de la Cruz) 

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