Pedro M. de la Cruz
Director de La Voz de Almería
Igual que a los seres humanos nos alcanza el tiempo sin haber acudido a algunas citas -cuántos palabras detenidas en el silencio; cuántos abrazos rotos en el aire; cuantos besos perdidos en la timidez obligada de la edad-, a los ciudadanos que conforman las identidades territoriales que nos definen también les alcanza la historia sin haber ajustado cuentas con ella.
Somos capaces de acudir con urgencia a la entronización colectiva de un personaje que acaba de destacar por su singularidad en el deporte, la música o la cultura (bueno, aquí con más retraso, para qué nos vamos a engañar), pero convertimos la prisa en demora interminable cuando el reconocimiento no tiene el perfil de la individualidad y se reviste del tono difuminado, aunque más enriquecedoramente sólido, de lo colectivo.
Almería tiene muchas deudas pendientes. Con los almerienses; pero, sobre todo, con las almerienses. No es una distinción buscada a la sombra del granado -tan acertado a veces, tan extravagante otras-, de la igualdad. Es la constatación de que, sin la aportación de la mujer, el desarrollo de Almería, la revolución que ha vivido la provincia en los últimos años, hubiese resultado quimérica y, por tanto, imposible.
Hoy los datos de la incorporación de la mujer a la sociología laboral que genera el bienestar compartido -qué es, si no, el nivel de vida de una provincia-, son tan espectaculares que conviene regresar a ellos para valorarlos en toda su importancia.
En una mirada de urgencia comprobamos cómo antes de que la Universidad cumpla los quince años ya son casi trescientas- 281 exactamente- las profesoras que componen su cuadro docente; y en Torrecárdenas, con diez años más al servicio de la salud, desde el año dos mil la incorporación de doctoras supera al de doctores, rompiendo la tradición de que la mujer fuese mayoritaria en los servicios de enfermería, y sólo alcanzase un poco más allá de lo residual en el área médica.
Pero no son, sólo, estas presencias ya igualitarias en Educación o Sanidad, a las que resulta un acto de justicia poner en el sitio preferencial que les corresponde. A las maestras (cómo me gusta esta palabra), a las profesores o a las doctoras se les ve en el alboroto expectante y feliz de una clase, en los ojos sabios que miran la dolencia que se esconde detrás de las palabras de un paciente, o en la capacidad de seducción académica de una clase casi imposible en Secundaria; la naturaleza con sus hormonas, los padres con nuestra ausencia de autoridad acomplejada, o el pavo con su edad así lo hacen; y así lo sufren quienes se dedican a la enseñanza. A todas ellas se les ve porque están en las aulas, en las facultades o en los pasillos apresurados del hospital.
A quienes no vemos y por eso les hace tan merecedoras (también y quizá más: por la opacidad de sus trabajos), de un reconocimiento, es a las más de dieciocho mil mujeres que trabajan debajo del invernadero y las más de veinte mil que lo hacen bajo las chapas de acero y espuma de los almacenes de manipulado. Ellas, con su trabajo de ahora y su sacrificio de ayer y de siempre han sido- y son, y serán- un pilar básico sin el que la estructura productiva del sector agrícola almeriense hubiera resultado inviable. No las vemos pero están ahí. Y ¡ay! de aquellos que no sean capaces de asumir que, sin su trabajo en el campo y su trabajo en la casa, el presente no sería lo que es. Y no olvidemos que el campo es el único sector en el que el empleo, tan azotado por la crisis en otros sectores, ha encontrado un refugio estable.
No hay en estas líneas un gesto tardío de agradecimiento. Es un gesto de reconocimiento riguroso por su contribución al desarrollo que compartimos. La mujer almeriense- haya nacido aquí, o más allá de nuestra geografía provincial, o al otro lado del mar; es la grandeza de ser almeriense: que nacemos donde podemos-, la mujer almeriense, digo, ha sido tan determinante en ser como somos que, ignorarlo, no sólo sería una indecencia, sino la prueba evidente de que quienes así piensan están condenados al limbo bobo de quien no ha entendido ni va a entender nunca nada. Y, por tanto, será la nada lo que pueda construir.
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