Miguel Ángel Montero
Recuerdo con añoranza aquellos días en que nos regalaban nuestros padres aquel artefacto, con forma de lata, y dibujos alrededor. En la ranura que había en la parte superior era donde debíamos introducir las monedas que nos iban dando. Qué tiempos aquellos en los que nos inculcaban nuestros padres la cultura del ahorro, dándonos nuestra primera moneda para echarla dentro.
Cuando nos hicimos algo mayores, lo que fue una lata se convirtió en una cartilla de ahorro. Si, aquellas de color amarillo cuyo nombre patrocinaba la Vuelta Ciclista a España, que alguno de mi generación recordará con cierta morriña. Con ilusión, guardábamos aquella libreta pensando en el futuro, en poder ahorrar el dinero suficiente y usarlo llegado el momento.
Miro atrás porque ahora comprendo, mejor que nunca, todas esas enseñanzas que nos transmitían nuestros padres o nuestros abuelos. Nos intentaban llevar por el buen camino para que no cometiéramos los errores que, posiblemente, cometieron ellos en algún momento. Guardar en épocas de “vacas gordas” para poder tener en época de “vacas flacas”.
Algo tan sencillo como es el ahorro, se nos va olvidando conforme pasan los años. Una vez que nos embarcamos en el tranvía del consumismo, es difícil bajarse de él. Cómo nos íbamos a dedicar a ahorrar, cuando todos los meses ganábamos un buen sueldo, los bancos nos regalan tarjetas de crédito y era muy fácil comprar, aun cuando no llevamos dinero en los bolsillos.
Como ha ocurrido a lo largo de toda la historia, todo lo bueno se acaba. Llegó la tan temida crisis económica, se esfuma el sueldo del que gozábamos, los bancos nos niegan más créditos y en la cartilla no hay fondos. Qué feliz era la cigarra en verano, pero el verano se acabó y entró el duro y frío invierno. Todo lo que aprendimos no sirvió de nada, se nos olvidó por el camino, y nos damos cuenta, desgraciadamente, cuando es tarde.
La cultura del ahorro tampoco caló en nuestros gobernantes, pues cuando sobraba dinero se despilfarró y no se guardó nada. Hemos tenido que socorrer, con dinero público, a aquellos ejecutivos ambiciosos de poder, que, jugando con el dinero que no era suyo, casi consiguen llevar al mundo a la ruina. Pero salvar del abismo a los bancos no ha salido gratis, ha costado mucho dinero. Ese dinero ha salido de las arcas públicas, por lo que ahora hay que pagar la factura. Y como siempre ha ocurrido, la factura la pagarán los de siempre, los que menos tienen. Ahora les toca a los jubilados, aquellos mismos que nos inculcaban los buenos valores en materia económica, los que tengan que pagar por nuestros errores y excesos. Como la vida a veces es irónica, los que nos metieron en esta crisis, lejos de pagar por los excesos cometidos, cobrarán primas a final de año.
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