Rector de la Universidad Internacional de Andalucía (Unia)
Pocas semanas después de que la Unesco negara al flamenco su declaración como Patrimonio Cultural de la Humanidad tuve ocasión de viajar a París y de visitar la sede del organismo internacional. Íbamos Juan Carlos Marset, a la sazón concejal de Cultura del Ayuntamiento sevillano, y yo a realizar gestiones concretas: él, la declaración de Sevilla, Ciudad de la Música; yo, la cátedra de Derechos Humanos e Interculturalidad para la Universidad Internacional de Andalucía (UNIA). Sobre ambas cosas se alcanzó un acuerdo casi inmediato. Justo es señalar que en el resultado feliz de nuestras gestiones tuvo un papel notable José María Ridao, entonces embajador de España en la Unesco, quien nos conectó con las instancias que podían agilizar nuestras peticiones. Además, el embajador Ridao alargó su amabilidad al hacernos partícipe de un almuerzo en su residencia oficial al que también se había invitado a quien entonces era subdirector general del organismo, un diplomático africano del que lamento no recordar su nombre ahora.
El almuerzo discurrió con la cordialidad formal esperada, pero nuestra presencia provocó, de modo inevitable, las referencias a la negativa otorgada a la solicitud de declaración del flamenco. Nos fueron expuestas las razones ya sabidas: el flamenco no está en peligro, el flamenco está pujante, tiene instituciones que lo apoyan y respaldan, etc. Intervine entonces tratando de hacerles ver el cierto error que en esas apreciaciones se contenía y advirtiéndoles de que esa pujanza era muy asimétrica y que no afectaba a todo el flamenco por igual, de modo que debían saber que existía un flamenco –precisamente el más ligado a sus músicas e intérpretes primigenios, a sus vínculos con formas sociales y entornos culturales que sí están desapareciendo o han desaparecido del todo– que sí requería de políticas patrimoniales y, en consecuencia, que la Unesco tendría que haberse comprometido con ellas otorgando el respaldo que se le pedía.
En un cierto momento y cuando ya el tema no daba más de sí, me atreví a expresarles –desde la cautela que otorga el adoptar un tono irónico– mi convencimiento de que esa negativa “probablemente dañaba más a la Unesco que al flamenco”, porque –pensaba entonces y sigo pensando ahora– la expansión actual del flamenco y su amplísima aceptación internacional eran un excelente compañero para que la Unesco también ganase espacios. En todo caso, insistí, la Unesco y el flamenco se acabarán entendiendo porque a ambos conviene que esto sea así.
Era consciente de que mis palabras eran algo exageradas y que en ellas latía mi irritación por la negativa. Porque si bien es cierto que la declaración de la Unesco no determina de forma decisiva –al menos en términos de consideración legal– la realidad del objeto declarado, sí es cierto sin embargo que la inclusión en la lista de prestigio de esta institución es siempre un aval muy notable que añade y no resta y que pone el foco del compromiso con todo aquello que declara y acoge. Es cierto que tras aquella primera negativa de la Unesco la vida del flamenco no ha experimentado freno alguno, ni se ha deteriorado su pujanza creativa, ni la floración de sus artistas, ni ha flaqueado su enorme proyección internacional. Más aún, el flamenco sigue construyendo una de las etapas más brillantes de su historia, cualquiera que sea el indicador desde el que se le observe. Y además, y esto es lo trascendente, ha recibido el mayor de los respaldos posibles en términos de compromiso institucional: su inclusión expresa como parte del patrimonio cultural de Andalucía en nuestro nuevo Estatuto de Autonomía. Será éste, y no otro, el soporte a través del cual le será exigible a la administración andaluza el ejercicio de las competencias asumidas con el flamenco.
Porque, como ya es conocido, la declaración de la Unesco, aun siendo importante, no tiene valor legal, no es una norma imperativa y proyecta sus poderes a una instancia más difusa, la del compromiso ético que se asume con lo declarado. Pero en lo tocante a la existencia de un vínculo legal que garantice la protección del bien cultural que es el flamenco, en Andalucía la tarea ya está hecha, por más que sea deseable que la declaración de la Unesco se produzca en términos positivos. Es del reconocimiento que del flamenco se hace en el nuevo Estatuto de Andalucía de donde deriva ya no sólo la necesidad, sino la obligatoriedad de que le sean de aplicación los mismos instrumentos legales para que, como en los demás elementos de nuestro patrimonio cultural o natural, se proceda a impulsar y sostener programas que se ocupen de su conservación, difusión, fomento y promoción.
Los esfuerzos plurales que desde la Junta de Andalucía se han venido haciendo promoviendo y respaldando esta nueva solicitud de declaración del flamenco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad debieran obtener ahora resultado favorable sin la menor duda. Lo exige y merece el flamenco y la memoria de todos los que, conocidos o anónimos, lo han construido en los dos últimos siglos.
Si es así, celebrémoslo en lo que vale y representa como el final de un largo camino y no como el comienzo. La declaración de la Unesco será para el flamenco el sí de la comunidad internacional, pero esa declaración tendrá más valor porque aquí, en Andalucía, cuna primera y fundamental de este arte y de esta cultura, se ha hecho previamente la tarea.
(publicado en elcorreoweb.es)
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