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¿Cuándo se jodió la juventud española? (II)

José A. Martínez Soler
Periodista

¿Qué hubiera dicho Mafalda en la encuesta que nos dio como resultado que “la juventud es más pesimista que nunca?”

Terminé la entrada anterior (“¿Cuándo se jodió la juventud española? I) con una cita de memoria, y equivocada, de Mafalda, esa niña filósofa preocupada por el ser humano y por arreglar el mundo que le dejan los mayores. Tiene multitud de frases agudas acerca de los jóvenes y los mayores, del pasado y el futuro. Sobre cómo los mayores vemos el pasado, me gusta esta sentencia suya:

“No es cierto que todo tiempo pasado fue mejor. Lo que pasaba era que los que estaban peor todavía no se habían dado cuenta.”

Repasando los resultados de la encuesta citada, detecto que deben complacer a quienes la encargaron y pagaron (Fundación S.M./Santa María) como, por otra parte, suele ocurrir a menudo. Las encuestas son creíbles para quien las encarga. En el caso que nos ocupa, ha sido motivo de conversación de sobremesa, lo que ya es algo. Y mis pesquisas -por supuesto, nada científicas- difieren mucho de los resultados publicados por la prensa. Claro que cada uno habla de la feria según le va en ella.

Por ejemplo, en la cena del brindis por la Constitución, José María Fidalgo, ex secretario general de Comisiones Obreras, nos dijo que “el mundo nunca ha estado mejor que ahora: vive más gente, viven más años y mejor, se comunican más y hay más igualación que hace un siglo”. Fue mucho más optimista que los jóvenes encuestados para S.M. y nos recomendó “mirar al futuro y hacia fuera y no mirar hacia atrás y para dentro”. Y remató así su Elogio de la Concordia:

“El punto dulce está en el futuro”.

Fidalgo me recordó a un profesor ilustre y muy querido (Vicente Llorens) que atribuía a la izquierda la visión de la Arcadia feliz en el futuro (“En la lucha final…”, como dice la letra de La Internacional) mientras que la derecha tendía a situar la Arcadia feliz en el pasado (En el Edén biblico… por lo menos).

Los resultados de mi encuesta particular han sido extraordinariamente contradictorios aunque, según los casos, cargados de sentido común. Como la vida misma. Y también como algunas opiniones de los comentaristas de este blog. Ni siquiera se si vale la pena que los comparta con los lectores. Por si acaso, ahí van mis notas:

En una primera aproximación, aquellos que tienen pareja y empleo estables, disfrutan de buena salud y cuya realidad se acerca a sus expectativas suelen ser optimistas. Es la verdad de Perogrullo. Y quienes están solos, en paro, sin dinero, con mala salud y con sueños tan irrealizables que les cargan de frustración suelen ser pesimistas.

Por lo tanto, resulta muy difícil generalizar y, puesto que hablamos de optimismo y pesimismo (o sea de estados de ánimo y de sentimientos), las encuestas y las estadísticas son poco fiables. Además, sobre valores y comportamientos morales, la gente miente. No me puedo creer que los jóvenes valoren más a la familia que a sus amigos o a su pareja, o que la “vida sexual satisfactoria” ocupe el puesto número 10 entre los “aspectos importantes en la vida”. ¡Vamos, hombre!

Dicho esto, parece cierto que muchos jóvenes actuales (como seguramente los de cada generación precedente) se sienten pesimistas y jodidos por el mundo que les dejamos.

Hay, sin embargo, datos objetivos y medibles. Según el ciclo que les ha tocado, los jóvenes de hoy, infinitamente mejor preparados que los de antes, temen vivir (y vivirán, en términos económicos) peor que sus padres.

La explicación económica de este fenómeno es compleja, pues tiene relación con todos los factores de produción, con la oferta y la demanda, con la globalización financiera y la deslocalición de los empleos, con el comercio exterior, con los movimeintos migratorios, con la productividad propia y ajena, etc., etc. En otros casos, puede tener relación con el viejo proverbio: “Padres comerciantes, hijos caballeros, nietos pordioseros “, tal como lo glosaba Azarías en su blog “Ecos de Sociedad Anónima”.

Pero también se dan los casos de hijos poco ambiciosos, a los que no les falta de nada, desalentados por el comportamiento “trabajahólico” de padres ausentes y que, sintiéndose culpables, les dan de todo menos atención personal.

Los padres fueron más ambiciosos, tuvieron que luchar para salir de la pobreza. En cambio, los hijos no han conocido/sufrido las mismas privaciones. (En este momento, si mis hijos me oyeran o leyeran tararearían la Internacional -”En pie, parias de la Tierra…“- o silbarían –cargados de razón- la melodía dulzona de Elena Francis).

Las comparaciones son, en efecto, odiosas. Nunca hubo el mismo nivel a la misma edad, ni las mismas oportunidades de mejora o de empeoramiento en tiempos distintos. Pero no me negarán que ahora hay mayor movilidad social hacia arriba y hacia abajo que antes.

Lo que yo recuerdo de mi generación (lo que no significa que sea cierto) es que los jóvenes de entonces no teníamos tiempo para ser pesimistas (además, no había tales encuestas para demostrarlo). Íbamos a cambiar el mundo y todo parecía posible.

Nuestro presente era pobre, cutre y bajo una cruel Dictadura, pero el futuro nos parecía modelable y, por tanto, brillante. Estábamos tan mal –y no quiero contar aquí las penas del pasado, por la amenaza real de que mis hijos se vuelvan a reír de mi- que solo podíamos ir a mejor. El idealismo de la lucha política y la posibilidad real de mejora futura ensombrecían, en muchos casos, las penalidades económicas. Claro que los jóvenes de hoy también salieron a la calle, cargados de idealismo contra los crímenes de Bush y Aznar por la invasión ilegal de Irak. Nosotros (muchos menos) salíamos en los setenta contra la guerra, igualmente cruel, de Vietnam.

Aún recuerdo los gritos contra el presidente Johnson de amigos jóvenes norteamericanos:

“Hey, Hey, L.B.J.
how many kids
have you killed today”.

De los famosos 7 de Chicago, líderes encarcelados por ir contra la guerra de Vietnam, uno es un ricachón de Wall Street, otro se enriqueció con una agencia de Publicidad y así, suma y sigue.

Y mis hijos me dicen (cuando ven a los triunfadores de mi pandilla de rojos del 68):

“Papá, aplícate el cuento”.

Y yo les replico, mirando por su bien:

“Los pesimistas viven menos y peor. No os conviene ser pesimistas. Con optimismo se saca mayor provecho a la vida”.

Probad este sermón con vuestros hijos y os replicarán:

“Papá, no nos des la vara. Ya vale”.

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