Desazón en la Cámara

Antonio Zoido
Escritor

Andan las Cámaras de Comercio un tanto desazonadas porque el Gobierno ha convertido la obligación en devoción y las empresas no habrán de pagarles una cuota nolis velis, que decían los romanos cuando había de hacerse una cosa quisieras o no quisieras. Fueron fundadas hace ciento y pico de años, o sea, cuando España había llegado al punto más oscuro del pozo de su decadencia; tras haber desdeñado las teorías que habían impulsado el mercantilismo y la revolución industrial, estas instituciones se levantaron, más que como remedio, como remedo de otras que habían traído riquezas a los demás países europeos.

Formaban parte de una sociedad dividida en dos a cal y canto y en la que una parte se repartía los escaños de estamentos oficiales que no conocían muy bien, ni les importaba tampoco, si, en realidad, se sustentaban en las tres patas del banco: aquello era un totum revolutum bien ordenado y relacionado para dar apariencia de Estado. Se pagaba el recibo de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación igual que la contribución al montaje y exorno del monumento en la Catedral el Jueves Santo. En España todas las ciudades podrían haberse llamado Vetusta.

A trancas y barrancas –y con tragedias irreversibles de por medio– llegaron los avances, la democracia, la autonomía, la incorporación a Europa… pero las Cámaras permanecieron en una tierra de nadie, como un reino que no fuera de este mundo. Y ahora, cuando se termina la obligatoriedad del recibo de las empresas, andan como si se les hubiera ido la luz. De aquí en adelante tendrán que habérselas con la oferta y la demanda, con las reglas que rigen todos los mercados. Seguramente encontrarán la salida. Y cuando salgan habrán dejado atrás esos perfiles de institución cercana a Cánovas o a Sagasta, decimonónica, en definitiva.

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