Catedrático de Filología de la UAL
Es un párrafo significativo. Aparece en el prefacio del libro de estilo del Washington Post, en su edición de 1989; en él se dice: «Un periódico es parte de la propia imagen de una sociedad; un ejemplar de cada día vive en las bibliotecas y en los archivos electrónicos para ser consultado una vez y otra por los estudiantes y periodistas del futuro; el periódico es, por tanto, el depósito de la lengua y todos nosotros tenemos la responsabilidad de tratarla con todo respeto». Hermoso, por su contenido, nos pareció este fragmento.
Los periódicos han hecho siempre en nuestro país un admirable papel al servicio de la unidad y salvaguardia de nuestra lengua. Esto, sin embargo, no los exime de una cierta irresponsabilidad en el tratamiento del idioma en muchas ocasiones, tanto en los medios más modestos, como en los más pudientes. Bien porque se trabaje con prisa en las redacciones, bien porque sean precarias las condiciones en que se hace, bien porque lo que interese sea el fondo de la noticia, lo cierto es que el ideario del periódico norteamericano se olvida en demasiadas ocasiones.
Veamos solo dos ejemplos de los atentados que se comenten a diario contra la lengua. El día de Navidad de 2008, apareció esta noticia en la edición digital del periódico El Mundo: «El Papa clama contra el 'abominable' abuso de menores en la Misa del Gallo», noticia en la que el redactor de turno olvida que uno de los principios que atenta contra el bien hablar y bien escribir es la ambigüedad, que se hace más grave cuando esta se da en un titular. Y es que la noticia acarreaba una doble interpretación: podíamos pensar, como así era, que, aprovechando la Misa del Gallo, el papa arremetió contra el abuso de menores, pero también cabía pensar –lo que resultaba más impúdico- que el papa lamentara el abominable abuso de menores que se cometía en algunos lugares con motivo de la misa del gallo. Con lo fácil que hubiera sido escribirla así: «Durante la Misa del Gallo, el El Papa clama contra el 'abominable' abuso de menores».
Hace un par de años (08/08/2009), en la versión electrónica del más conocido periódico de deportes de este país, pude leer lo siguiente: «El Villarreal enamora y apaliza a la Juventus »; nunca había oído el verbo apalizar, ya que, desde que éramos niños hasta hoy, en casos como este en que un equipo marca varios goles a otro, siempre hemos dicho golear: «El Villarreal enamora y golea a la Juventus ». El desinterés de este periodista por la lengua española me parece irrazonable, pues no se trata de un mal empleo preposicional, que se pudiera entender, sino de inventar un término que no existe, totalmente innecesario, cuando ya en español hay otro, que es el de siempre y el correcto.
Los autores de tales galimatías parecen desconocer la oportuna reflexión de Montaigne: «Las palabras son mitad de quien las pronuncia y mitad de quien las escucha»; en casos como estos, en los que no se entienden, pierden su utilidad y pasan a ser un ruido innecesario y poco más. Tampoco parecen ser muy conscientes de que su incidencia en el buen uso de nuestra lengua tendría que ser importante. Se nos hace un poquito difícil admitir el que licenciados universitarios que tienen en el lenguaje su herramienta de trabajo no se preocupen escrupulosamente de su funcionamiento; que no sientan interés por consultar con frecuencia los diccionarios de dudas, los libros de estilo o un diccionario de construcciones preposicionales del español; es una inquietud que habría que crear en cualquier periodista desde el primer momento en que se incorpore a la redacción de un periódico. Se nos hace, también, difícil admitir esa idea tan extendida de que los libros de estilo –de cuyo interés en nuestros días nos ocuparemos en otra columna- no tengan más función que la de servir como plumas de pavo real con que unas empresas privilegiadas se adornan frente a sus competidores; el disponer de varios manuales de uso común del idioma y el hacer de su empleo una necesidad son dos obligaciones que ha de imponer cualquier Consejo de Dirección de cualquier medio, por modesto que sea; no hay otro modo de unificar criterios, evitar errores y ayudar al redactor en sus múltiples dudas; además se creará la conciencia de que su herramienta de trabajo no es algo para usar y tirar.
Glosando nuestra cita inicial, el periódico es depositario de una lengua y todos sus periodistas tienen la obligación de cuidarla y de mimarla. Lo que no sea esto, nos parece un atentado del redactor contra sí y contra su propia profesión. ¿Se imaginan a un docente de cualquier nivel cuyo Centro sólo se preocupara porque los alumnos cumplieran el horario? Pues lo mismo.
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