Luis Cortés
Catedrático de Filología de la Universidad de Almería
En el plazo de una semana, además de enterarme de que había regiones en España en las que no pagábamos impuestos al Estado, he oído en dos tertulias televisivas que a dos personas no se las entendía cuando hablaban porque eran andaluzas. En ese mismo período, me comenta una amiga que a una joven almeriense le ha propuesto su preparador de oposiciones que en la exposición oral de los temas intente imitar la norma castellana, o sea, como si hubiera nacido en Ciudad Real.
Tales hechos me han traído a la memoria a aquella diputada catalana, hoy de actualidad por un vídeo, que acusó a la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, de hablar mal por su condición de andaluza. En aquella ocasión me decidí a escribir un artículo, “Los principios del bien hablar”, en el que defendí la improcedencia de tal acusación. Aludía, entonces, a cómo desde hace ya muchos años los estudiosos convinieron en la existencia de dos normas del español hablado: la castellana y la andaluza, sin que una sea superior a la otra; cada una tiene sus particularidades. No hay, por tanto, acentos mejores ni peores por haber nacido en Sevilla o en Lugo, pero sí hay, sin embargo, variantes más apartadas del español estándar: aquellas cuya pronunciación, léxico o morfosintaxis se separan de las normas cultas del habla de cada ciudad, por lo que tienen menos prestigio social. Y estas variantes, que suelen servir de estereotipos para las burlas de los imitadores, pueden ser emitidas por hablantes gallegos, aragoneses, vascos, catalanes, pasiegos, etc. … y también, desgraciadamente, por muchos andaluces, demasiados.
Reconocía, asimismo, en aquel artículo, lo poco afortunada que era la manera de hablar de la entonces ministra de Fomento, pero no por su acento, porque hablar bien no depende, ni mucho menos, tanto de dicho acento, cuanto de la riqueza y adecuación léxica, de la forma de conectar los actos discursivos, de la manera de manejar las pausas, etc. En cuanto al Sr. Preparador de oposiciones, quizá lo que quiso decir a la joven almeriense es que en una exposición profesional, académica, como es la de una oposición de ese tipo, tenía que esmerarse, por un lado, en utilizar un registro técnico –no coloquial-, y, por otro, en emplear el habla culta de su ciudad, en este caso de Almería, que no admite comío, son lah saih,, ni nada parecido. Con ambas consideraciones, dudo de que, por su origen, el habla de nuestra paisana tuviera nada que envidiar a la de cualquier otra opositora.
Hoy, habida cuenta de que la creencia persiste y de que la gente sigue pensando que los andaluces hablamos peor que el resto de los españoles, quisiera traer un dato, que los tertulianos a los que yo oí y el preparador del que me hablaron posiblemente desconozcan.
Niceto Alcalá-Zamora, primer presidente de la Segunda República Española, fue un espléndido orador, reconocido por sus contemporáneos. Santiago Carrillo alaba, en sus Memorias, la oratoria de Don Niceto: “Tenía un verbo barroco muy fluido y engarzaba unas frases con otras con verdadera maestría, ayudado por un acento andaluz que daba musicalidad a su discurso. Acaparaba inmediatamente el oído del espectador, trayéndolo y llevándolo prendido de su palabra […] Oír su discurso podía ser una delicia, independientemente del contenido” Este hecho es más conocido. Sin embargo, lo es menos el librito que dedicó a la Oratoria Española el citado don Niceto; en él hacía una antología de los mejores oradores que había dado España hasta la Guerra Civil. Entre los catorce seleccionados, aparecían cinco andaluces: Antonio Cánovas del Castillo (nacido en Málaga, en 1828); Cristino Martos (Granada, 1830), Nicolás Salmerón (Alhama de Almería, 1838); Emilio Castelar (Cádiz, 1832) y Segismundo Moret (Cádiz, 1833). A estos cinco, habrá que sumar con toda justicia al autor del libro, nacido en Priego de Córdoba, en 1877. Seis de quince son un porcentaje muy alto para proceder de una tierra en la que se habla ‘tan basto’.
Es verdad que en nuestros días todo ha cambiado con respecto a la época dorada del parlamentarismo oratorio. Los hábitos y preferencias en cuanto al lenguaje público y privado no son los mismos, incluso podemos decir que la vieja retórica se considera de forma despectiva como huera, vacía; se afirma que el tiempo de los oradores ha dado paso al de los ‘comunicadores’. Aunque no sé muy bien si hay hoy mejores comunicadores que aquellos grandes parlamentarios, lo cierto es que con el nuevo estilo, es otro andaluz, Felipe González, el mejor orador y comunicador de la nueva etapa que se abre con la restauración democrática parlamentaria. No son las tinieblas de la malicia sino las de la ignorancia las que oscurecen la verdad. Y todos… tan panchos.
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