José Antonio Martínez Soler
Periodista
Morente y Tomatito iban a actuar en Nueva York (en 1996) y yo tenía que cubrirlo para el Telediario. La anécdota ocurrió poco antes de las elecciones generales que ganó José María Aznar, y que provocaron mi despido improcedente como corresponsal de TVE en Nueva York. Tenía una cita concertada con el maestro Morente para grabar durante su ensayo, en la víspera del gran concierto programado en la Sala Filarmónica del Lincoln Center de Manhattan en homenaje a su paisano el granaíno Manuel de Falla.
La ocasión merecía, sin duda, una pieza para el Telediario de TVE, pues era la primera vez que los abonados a los conciertos de aquella catedral mundial de la música clásica iban a escuchar flamenco, buen flamenco, cante grande. Acudí con Fernando, el cámara de la corresponsalía, a la Sala de la Filarmónica, quizás con demasiada antelación, pues estaba totalmente vacía y a oscuras.
Solo vimos, al fondo, una pequeña luz en el inmenso escenario. Di las voces de rigor:
-”¿Quién vive?, ¿Hay alguien por aquí?, ¿Nobody home? “, etc.
Pronto apareció una figura con guitarra sobre las tablas. Me acerqué y subi al escenario a darle un abrazo.
Era mi paisano, el almeriense José Fernández, “Tomatito”. Mientras Fernando montaba el tripode para grabar y esperábamos la llegada de Enrique Morente y de los técnicos de iluminación y sonido, Tomatito y yo charlamos y reimos sobre las cosas de nuestra tierra, sentados en sendas sillas que habían colocado en el centro del escenario frente a unos micrófonos. En unos minutos, oímos una voz potente, procedente de un altavoz de las alturas, que nos pedía:
“Please, can you say something for me? Please: say one, two, three, for example”.
Eso hicimos, al instante, los dos almerienses que ocupabamos, en aquel momento, el impresionante escenario, huérfano de orquesta, ante un enorme patrio de butacas totalmente vacío:
-”Un, dos, tres, un, dos, tres. One, two, three…”
-”Thank you!, nos respondió la voz del técnico de sonido desde la oscuridad de las alturas.
Al momento, después de ajustar algunos chirridos, la misma voz nos pidió que tocaramos algo para probar el micrófono de la guitarra.
-”Please, can you play something for me… with the guitar?
Le dije a Tomatito:
-”José, ahora te toca a ti probar el micro. Yo no entiendo de guitarras. Lo mío es el clarinete… y muy mal”.
Tomó su guitarra el maestro y tocó unos acordes, para sentar cátedra, con esas manos que, pocos años antes, habían hecho estremecer al mismísimo Camarón.
-”OK. Thank you again. Now, please, can you sing something for me?”
Y aquí venía lo peor. Apenas pude entender la petición del técnico de sonido de la Sala Filarmónica del Lincoln Center de Nueva York. Venía mezclada con ruidos, chirridos y pitidos de prueba. O quizás -por pánico escénico- no quise entenderle a la primera.
-”What did you say?“, le pregunté.
Y lo repitió, alto y claro. Me había tomado, en la lejanía y con tan poca luz, por el propio Enrique Morente, que estaba al caer de un momento a otro, y nos pedía un cante flamenco.
-”¡Madre mía! Paisano, que dice el técnico que le cantemos algo para probar el micro éste, el de Enrique”.
-¿Y a qué esperas, tocayo, para arrancarte por fandangos o por peteneras o por lo que tú quieras? Tú empieza a cantar y yo te acompaño“, me dijo, como si nada, Tomatito.
Ni corto ni perezoso, le propuse un cante de Almería y le dije:
-”José, esto es increible. ¿Te das cuenta? Dos almerienses cantando y tocando flamenco, por primera vez en la historia, en esta catedral mundial de la música clásica. ¡Menudo estreno! Cuando lo contemos, no se lo va a creer nadie en nuestra tierra”.
Y me puse a cantar esa que dice:
“Dicen que Almería es fea
porque no tiene balcones.
Pero tiene unas chiquillas
-madre de mi corazón-
que roban los corazones”
No se lo van a creer, pero al teminar mi cante sonaron unos aplausos en la Sala Filarmónica que yo suponía vacía. Procedían -con unas risas, también- del cámara de Televisión Española que no había tenido tiempo de grabarnos aquel estreno mundial de dos almerienses: un artista imponente y impostor descarado. ¡Qué fallo!
Al ruido de mi cante siguieron unos pasos rápidos, desde la tramoya, y una voz potente y amiga que decía:
-¿Pero qué es esto? ¿Quién me quita mi sitio aqui en Nueva York?
Era la voz inconfundible del maestro, que estalló en cariñosa carcajada al comprobar que era yo mismo el intruso, el impostor atrevido que ocupaba su silla y su lugar junto a Tomatito.
Le di un abrazo y le dije:
-”Maestro, acabo de obtener el mejor título de mi carrera y lo pondré en mi curriculum: he sido telonero del gran Morente en Nueva York”.
A partir de ahí, grabamos el reportaje para Televisión Española y dejamos a los artistas que ensayaran a solas con los micrófonos en su punto.
Al día siguiente, acudí con mi hijo Erik al concierto flamenco. Fue algo espectacular: por los dos artistas tan grandes que ocuparon el escenario, por el especialista que explicaba con mimo los cantes y traducía sus letras al inglés y, sobre todo, por las reacciones emocionantes y los aplausos sentidos de aquel público de oidos tan exquisitos tantas veces acariciados por Mozart y ahora por Morente.
Al concluir el concierto, ya en la puerta de la Filarmónica y frente a la Opera de Nueva York, le pedí a mi hijo Erik que nos hiciera una foto a José y a mí, junto a la fuente que hay en la plaza del Lincoln Center, para presumir en Almería de nuestro cante de la víspera gracias a que el técnico me confundió con el maestro Morente.
Cuando se disponía a disparar la cámara,Tomatito interrumpió a mi hijo.
-”¡No, no!. Erik, la foto buena no está aquí, junto a esta fuente, sino ahí en la calle, apoyados los dos en esa impresionante lismusina blanca. Como si fuera nuestra…”
Y eso hicimos. Una foto histórica de dos almerienses que, gracias a Enrique Morente, se estrenaron juntos cantando y tocando, por primera vez en la historia, en la Sala Filarmónica de Nueva York. ¡Casi na!
Desde la muerte -tan prematura, de un zarpazo- del inmenso artista, creador y renovador del flamenco, que fue nuestro querido y admirado Enrique Morente, no me puedo quitar de la cabeza sus recuerdos, sus cantes, las pequeñas anécdotas -como ésta- que compartimos hace años.
Hace un rato, volví a escuchar “La aurora de Nueva York” y se me puso la carne de gallina. Me estremecí como todos los españoles que escuchamos el desesperado quejío de dolor de Estrella Morente junto al ataud de su padre. Cantó -¡y con qué desgarro!- la “Habanera imposible” de Carlos Cano, otro enorme granaíno ausente.
Descanse en paz el gran maestro del cante flamenco que supo conciliar, con audacia, sin miedo, la tradición con la revolución. ¡Cuanto le debemos los vivos a este gran artista y excelente y decente persona!
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