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Pedro Gilabert

Miguel Ángel Blanco Martín
Periodista

Sólo recorriendo el medio rural y sintiendo sus raíces, se puede comprender al escultor Pedro Gilabert (Arboleas, Almería, 1915-2008) desde un gran respeto a su personalidad, a su manera de ser y a sus fabulaciones. Este aspecto de fabulador es el que más se destacó en el homenaje, en el aniversario de su fallecimiento, celebrado en Diputación, organizado por el Museo que lleva su nombre en Arboleas. Artífice de este reencuentro, el escultor Luis Ramos, que ha puesto en marcha el proyecto de estudio para el inventario y catalogación de una obra que está repartida por medio mundo y que tampoco se entenderá al margen de la visión etnográfica. Incluso es posible la recuperación de sus historias particulares, en torno a sus ‘hijos de madera’. Grabaciones hay que permitirán reconstruir gran parte del mundo que envolvió la obra del ‘Tío Pedro’, con el que no pudieron ni los halagos ni las adulaciones.

Pedro Gilabert, pues, se explica siempre presente en el paisaje rural, con su intuición, en la simplicidad y sobriedad de su forma de ser. Y lo que fue su condición de emigrante, que le consolidó con ese rasgo propio de los únicos y verdaderos ‘ciudadanos del mundo’. Este escultor, en verdad, no es un caso aislado ni individual. Forma parte de la creatividad que surge de la sensibilidad popular, que ha articulado, entre otras cuestiones, el mundo ‘naif’.

En el caso de este escultor y su divulgación, hay que tener en cuenta su proyección gracias a los medios de comunicación (el primer encuentro lo propició Francisco Torregrosa), un itinerario periodístico al que se fueron sumando personas vinculadas al mundo cultural almeriense: poetas (Julio Alfredo Egea, Domingo Nicolás, Juan José Ceba), pintores (Ginés Cervantes), hasta configurar en el tiempo un escenario de contempladores entusiastas de su obra. En más de una ocasión, comenté que a Pedro Gilabert sería mejor dejarlo en paz.

En este panorama, en la recuperación y estudio de su obra, hay riesgos. Por ejemplo, situarlo fuera del contexto, integrarlo en la cultura oficial y desmembrar su personalidad para reconstruirlo en lo que no es. Pedro Gilabert siempre estuvo amenazado de caer prisionero de conceptos y teorías intelectuales, en las que nunca estuvo. Por eso lo importante es recordarlo y verlo tal cual, como era, que sigamos imaginándolo vivo en las historias que contaba junto a sus esculturas.  Se trata de atesorar lo que su obra descubre dentro de cada uno -es lo más importante-, lo que permanece en el encuentro y diálogo personal que la esencia del arte impone individualmente, para dar nuevo sentido a nuestro interior. Y todo eso al margen de homenajes, inauguraciones, coloquios y comentarios que terminan por convertirse en un gran ruido que impide ver el interior extraordinario del escultor. Por eso es imprescindible la soledad del espectador junto a la obra, en silencio y sin público, es la única verdad del arte. Fuera del mundo manipulador, de la política de la cultura oficial, de la que afortunadamente Pedro Gilabert salió indemne.

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