David Uclés
Director del Instituto de Estudios de Fundación Cajamar
Anoche llegué a mi casa después de asistir a la entrega de premios de La Voz de Almería en la que, por cierto, destacó la orquesta (aunque con un volumen demasiado alto que llegaba a molestar en algunas notas) y el número cómico que sirvió de desatascador a lo largo de sus 3 intervenciones. Durante la última parte del cocktail estuve interviniendo (más como oyente que otra cosa) una interesante conversación entre dos queridos amigos sobre si la actual crisis es una más de las muchas crisis que el capitalismo ha dado, o de si se trata de algo más profundo.
De vuelta a casa, en el coche, recordé la conferencia de Carles Manera a la que asistí la semana pasada en la que hablaba de una nueva revolución industrial. También recordé una conferencia impartida por mi (a veces tengo memoria de pez) hace dos años, en la que hablaba de las crisis superpuestas. Y, esta mañana, nada más despertarme, incluso antes de enfrentarme a la dura tarea diaria de reconocerme en el espejo, me volvió a la cabeza. Así que hoy, antes de seguir con la redacción de la memoria, me veo obligado a realizar este ejercicio de descarga, o no podré trabajar en paz en todo el día.
Vayamos por partes. Lo primero es hacerse bien la pregunta: ¿estamos viviendo un tiempo de Revolución? Y cuando digo Revolución, lo hago conscientemente en mayúscula, porque con ello me refiero a un cambio disruptor, uno de esos momentos en los que los historiadores ponen la marca de un hito, de una nueva edad.
Los argumentos a favor son convincentes. La globalización y, sobre todo, las nuevas tecnologías han modificado la forma en la que las sociedades se proveen de sus bienes. Las TIC han commoditizado la industria, que se ha convertido en una parte del proceso de que apenas aporta valor añadido. Esto que, a priori, podría parecer una anécdota resulta más serio de lo que parece, porque supone la ruptura de un modelo que se alumbro con la Revolución Industrial. Hoy, la tenencia de bienes de capital (la maquinaria de las industrias) no es relevante, el poder económico se ha trasladado a la distribución y a las fases de diseño, en las que se utilizan TIC y conocimiento de forma intensiva. Pero es que, además, la mayor parte de las mayores empresas multinacionales del momento no son ahora las del automóvil o las del electrodoméstico, son las derivadas del capital intelectual y las del I+D intensivo: tecnología de la información y software y biotecnología. El cambio no es la desaparición de la Ford o de la General Motors, es la sustitución de las mismas como líderes empresariales en manos de Microsoft, Apple, Google, Monsanto o Celera Genomics.
Pero, para encontrarnos en una verdadera revolución deberíamos tener movimientos tectónicos en el ámbito social. Dentro de ese contexto podríamos señalar las incidencias que la red y las relaciones sociales en red están creando. Por ejemplo, desde siempre la labor del espionaje había sido robar los secretos del enemigo no para publicarlos, sino para usarlos en tu beneficio. Hoy Wikileaks, poco más que un puñado de personas con una idea, ha puesto contra las cuerdas al departamento de estado estadounidense con sus filtraciones masivas de documentación. El objetivo no es el beneficio, sino la transparencia. Los derechos de autor se encuentran en un momento de redefinición a pesar de las presiones de los autores y de las agencias de protección de derechos, porque la tecnología los ha convertido en papel mojado, de la misma manera que muchas de nuestras leyes se han visto superadas por la realidad de la tecnología. La sociedad humana está comenzando a saltar las barreras nacionales, las asociaciones de interés hoy no se limitan a la empresa, o al país. De la misma forma que las multinacionales tienen hoy más facilidades que nunca para surgir y desarrollarse, usando las mismas herramientas, los movimientos sociales comienzan a superar las divisiones tradicionales. La sociedad comienza a polarizarse entre los que tienen acceso a la red y los que no, y entre los que tienen un acceso de banda ancha (que posibilita acceder a contenidos y servicios más intensivos) y los que no.
Y, por debajo de estos cambios, casi de forma alegre y desenfadada nos vamos acercando a los límites de nuestro planeta, avanzando hacia la madre de todas las crisis malthusianas de la humanidad (porque ya las ha habido). Una situación en la que actualmente no pensamos o en la que tendemos a pensar que la tecnología nos terminará salvando (véase por ejemplo la esfera de Dyson, que aunque hubiera tecnología suficiente para construirse –en su planteamiento más extremo–, no habría materia suficiente en el sistema solar para completarla).
En el extremo contrario de la argumentación, el planteamiento de que estamos asistiendo a una más de las crisis sistémicas del capitalismo también tiene argumentos a su favor. El modelo económico alumbrado tras la II Guerra Mundial apenas ha cambiado, la terciarización de la economía comenzó ya entonces. Además, una parte importante de esta terciarización proviene de los procesos de externalización de los procesos que antes eran parte del proceso manufacturero. En este esquema de pensamiento, el proceso de globalización es hijo del que comenzó en los orígenes del s. XX y que se vio interrumpido por las guerras mundiales, como válvulas de escape de las presiones que se acumularon en el proceso previo. En esta visión de largo plazo, las diferencias con el pasado inmediato se relativizan, siendo el capítulo actual uno más en un proceso histórico que aún no habría llegado a la ruptura.
Sin embargo, algo me dice que hoy un discurso político-económico como el de Marx no tendría sentido, que las explicaciones al uso de la economía no son capaces de cubrir todos los aspectos de esta multiforme crisis y que la sociedad comienza a descubrir un mundo menos inocente y más conectado en el que el poder de la ideas de unos pocos pueden poner de rodillas a los estados. Algo me dice que dentro de unos siglos, nuestros descendientes (si es que sobreviven) mirarán hacia nuestros días y pondrán en la frontera entre los siglos XX y XXI el comienzo de una nueva edad: la Edad Conectada.
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