Lenguaje, desconocimiento y dejadez

Luis Cortés
Catedrático de Literatura de la UAL

El hecho, parece ser, sucedió en Antequera y fue durante la guerra civil. Se cuenta que en una tienda de ultramarinos entraban los clientes y preguntaban si había café; el dependiente contestaba con frecuencia: «No, sebá tostá»; la gente lo entendía y se marchaba; un día llegó un señor que al oír la respuesta  se quedó aguardando a que se tostara; tras un tiempo y cuando el dependiente iba a pesar el ansiado producto, el cliente le dijo malhumorado: «oiga, eso no es café», a lo que molesto y extrañado, nuestro comerciante le contestó: «Hombre, ya se lo dije a usted: sebá tostá», le daba «cebá tostá», o sea, cebada tostada. La historia la cuenta Ángel Rosenblat en un libro entretenidísimo titulado Nuestra lengua en ambos mundos. También relata lo acontecido a una señora de Málaga que da a su amiga de Madrid la receta de una tarta: «Tanto de leche, tanto de huevos, tanto de azúcar … y harina, la carmita»; al día siguiente la receptora la llamó por teléfono para decirle que no había encontrado harina de esa marca, «La Carmita»; ¿cómo la iba a encontrar si  harina la carmita era «harina, la que admita?

Los dos personajes de nuestras historias son andaluces, aunque esto no nos debe llevar a conclusiones equivocadas, principalmente por dos motivos. En primer lugar, porque, como ya señalamos en alguna ocasión, hace muchos años que los estudiosos convinieron en la existencia de dos normas del español hablado: la castellana y la andaluza, sin que una sea, ni mucho menos, superior a la otra, pues cada una tiene sus particularidades. En segundo lugar, porque  todos solemos expresarnos de acuerdo con la variedad lingüística en la que hemos aprendido a hablar y en la que estamos integrados; así, las personas de la ciudad de Jaén, por ejemplo, se expresarán siguiendo la modalidad de ese lugar; del mismo modo que las de Ciudad Real o de Zaragoza lo harán según los rasgos de las hablas de esas ciudades. Pero, en todos los casos, para expresarnos con corrección hemos de seguir la norma de los hablantes cultos de cada lugar, que suele coincidir con la norma estándar del español. Esto explica que «Pa» en lugar de «para»; «pos» en lugar de «pues», «Graná» en lugar de «Granada», «comío» en lugar de «comido», «sebá tostá» en lugar de «cebada tostada» o «la carmita»o «en lugar de «la que admita» sean usos inadecuados, propios de un excesivo relajamiento fonético y que muestran un empleo torpe y necio del español. Aunque muchos piensen que eso no tiene mayor importancia, solo cuando seamos capaces de lamentar la situación lingüística del tendero de Antequera y de la señora de Málaga, estaremos enfrentándonos al prejuicio que desprestigia la necesidad de hablar bien  y de escribir bien (¡que no es expresarse ‘académicamente’, como muchos creen!). Es hablar con  corrección y con claridad. Ni más ni menos.

El pensar que la lengua crece sola y que la preocupación por su uso es una  menudencia  lleva a olvidar que una lengua descuidada es una lengua empobrecida y que una lengua empobrecida palidece, a su vez, el mundo de ideas que sustenta. Quienes preconizan lo contrario no defienden aspectos solidarios ni zarandajas, sino que, más bien, entroncan con esa España histórica que no premia el esfuerzo y el saber, sino que retribuye la treta –en su segunda acepción del DRAE-  y la mediocridad.

Hace unos meses comenzamos esta columna con la benigna intención de reflejar algunas curiosidades del lenguaje, de corregir unas veces, de justificar otras, o de poner de manifiesto, en general, la frivolidad de las modas (de las modas verbales, obviamente). Pero nada más lejos de nuestra intención que defender un espíritu purista; decimos esto porque la visión del purista siempre es estrecha y falsa, y cuando se aplica al lenguaje convierte a quien lo hace en proteccionista aduanero, en desconocedor de la realidad: la ebullición constante de la lengua, que no puede quedarse separada de la circunstancia social en que vive; desconocer este continuo cambio en cualquier idioma sería tan absurdo como poner puertas al campo. Si bien nobleza obliga y, como hace muchos años señalaba  el humanista Salvador de Madariaga, es una responsabilidad abrumadora la que cada generación de hispanohablantes recibe de las anteriores: «Ahí te entrego la lengua más hermosa de Europa. Haz que, mientras la usas y gozas, si no gana, al menos que no pierda en hermosura». No sabemos si será o no el español la lengua más hermosa de Europa, ni es un tema que ahora nos interese, pero sí que es nuestro principal bien cultural, a la par que la expresión más directa de nuestro carácter. ¿Le parece bien? Pues ya seremos algunos más quienes pensemos así.

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