Luis Cortés
Catedrático de Literatura
Decía Aristóteles que a diferencia de los animales, que solo son capaces de expresar sentimientos de placer o de dolor, los seres humanos podemos hacer ver a nuestros conciudadanos lo beneficioso y lo nocivo, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso. Para conseguir esto y mucho más disponemos del lenguaje, instrumento no solo de comunicación, sino de vida, pues como apuntaba un lingüista muy conocido, Benveniste, “Bien avant de servir à communiquer, le langage sert a vivre”.
La comunicación hemos de concebirla como una negociación, o sea un acto en el que dos o más participantes -al buscar satisfacer alguna necesidad- eligen o bien aceptar la opinión de la otra persona o bien rechazarla. En este segundo caso, se dice que se entra en una situación de conflicto lingüístico, algo con lo que todos podemos enfrentarnos varias veces a lo largo del día. Como quiera que con la lengua no se puede pretender vencer, sino con-vencer, en estas situaciones de conflicto habremos de incentivar los mecanismos de la comunicación para intentar superar esa resistencia de nuestro interlocutor. Entre esos mecanismos, posiblemente ninguno más eficaz que el de la argumentación.
La argumentación, que consiste en dar razones para convencer, es un recurso que está presente en la esfera social; por ejemplo, en la publicidad (ayuda a vender un producto), en lo judicial (se emplea para defender o acusar de manera más convincente), en la política (se sirven de ella para persuadir), etc. Pero también en nuestra vida familiar, laboral; así, nos veremos obligados a utilizarla si hemos de convencer a un amigo para que deje de beber o a nuestros hijos para que no abandonen los estudios. Si cuando hablamos, en general, negociamos, nada mejor para que esa negociación tenga un final feliz que la argumentación. Son las razones las que hacen que nuestra opinión sea reconocida y apreciada. Indudablemente, la argumentación debe conducir al éxito comunicativo; el insulto, al fracaso; no hemos de olvidar que no hay espejo que mejor refleje la imagen del hombre que sus palabras.
Entre las muchas frases conocidas del líder conservador Cánovas del Castillo está la emitida en 1882, en un discurso parlamentario: “Con la patria se está, con razón y sin ella”. Es verdad que sin razón además de con la patria podemos estar con nuestros hijos, con nuestros padres, pero poco más, pues en la vida normal son las razones las que darán consideración a nuestros criterios, las que servirán para que se valoren nuestros juicios, y con ellos a nuestra persona. Se puede hablar con más o menos emotividad, pero si queremos convencer hemos de aportar razones válidas. No sé quién decía aquello de que resulta inútil pretender conjurar con discusiones lo inevitable, pues el único argumento contra el viento del norte es echarse el abrigo encima.
Veamos un ejemplo. Sabemos que hoy algunas ciudades españolas como Bilbao, Sevilla, Santa Cruz de Tenerife, Valencia o Zaragoza han recuperado o están a punto de recuperar el tranvía. Imaginemos que cualquier político de cualquier signo se dirige al resto de parlamentarios con la intención de lograr tal medio de comunicación para algunas ciudades de su autonomía. Y lo hace de esta manera: “Señorías, hemos de sentir todos la vergüenza que supone que nuestros antiguos tranvías hayan caído hace muchos años en el olvido; creemos que nuestras ciudades están moralmente obligadas a restablecerlos ¡y urgentemente! Por eso estoy aquí pidiendo…”.
Este sería un mensaje emotivo pero no eficaz, pues no da ni un solo argumento. Son muchas las cosas que caen en desuso y no pasa nada; ¿recuerdan ustedes aquellos carros de basura que apestaban nuestras avenidas hace cincuenta años? Es más, ¿qué significa que nuestras ciudades están moralmente obligadas? ¿Por qué? ¿No se tendrían por el mismo motivo que recuperar miles de objetos? Sin embargo, es una realidad el número de grandes ciudades europeas que lo utilizan o están incorporando dicho medio de transporte por cuestiones ecológicas, de comodidad y de habitabilidad; además, se ha demostrado que en todas las ciudades donde el tranvía se ha reintroducido el uso del transporte público se ha incrementado notablemente respecto a la media de otras ciudades. Todas estas sí hubieran sido buenas razones y, en consecuencia, argumentos para la defensa de su propuesta. Lo ideal, por tanto, es que junto a la emotividad se emplee la argumentación.
No hemos de olvidar que la norma argumentativa por excelencia es la eficacia; en consecuencia, el discurso bien argumentado es el que “hace hacer bien” (influir, persuadir, convencer) tanto si se trata de convencer a nuestros hijos, de ganar el voto de alguien o de persuadir para que se compre un determinado producto. No obstante, también esta tiene su lado oscuro, la falsa argumentación, la falacia, sostén privilegiado en esa frase tan conocida de Cicerón: “La frente, los ojos, el rostro engañan muchas veces pero las palabras muchísimas más”. Pero de esto se hablará en la próxima columna.
(Publicado en La Voz de Almería)
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