Miguel Ángel Blanco Martín
Periodista
Hace muchos años que convivo con dos criaturas nacidas de la imaginación de Pedro Gilabert: un cuadrúpedo y un rostro. El primero es de madera, pequeño, muy flaco, con un cuello largo, orejas pequeñas, patas flexibles y una mirada huidiza. El rostro, pétreo, permanece inalterable refugiado en una pequeña pieza de mármol. Durante todos los años de convivencia, quién sabe cuántos, hasta el infinito del tiempo recordado, hemos compartido muchas aventuras y momentos cotidianos. Por lo general, dentro del hogar. Pero también, en escapadas hacia otros mundos inexplorados. Han sido historias increíbles, qué quieren que les diga. He sido un afortunado, desde aquel momento, creo que fue en Albox, en 1980, en que Paco Torregrosa hizo las presentaciones: “Aquí el Tío Pedro, aquí un periodista”. Si no recuerdo mal, fue la primera exposición de Pedro Gilabert, que se abrió con la verdad de una inocencia dispuesta desde el primer momento a desvelar las historias de sus criaturas.
El cuadrúpedo no es un caballo, podría ser una llama, tiene algún parecido. Pero no, se trata de un ser de otra galaxia. Es lo que me dijo el Tío Pedro cuando me lo regaló. Preferí que las cosas se quedaran así. La criatura no tiene nombre, no he querido ponérselo. Cuando quiero localizarlo, silbo y acude presto a mi llamada. Hay ocasiones en que permanece quieto, en uno de los lugares que más le gusta, la chimenea apagada en mi casa del Cabo. Puede adoptar todas las posiciones, tumbado, de pie firme, recostado, de cabeza, patas arriba. En ocasiones desaparece, silbo y no acude. Siempre aparece de improviso al cabo de los días. Nunca he querido preguntarle dónde ha estado. Imagino siempre que ha ido a ver al Tío Pedro al refugio de las Huevanillas. Aunque impera el silencio, en ocasiones hablamos de lo divino y de lo humano. Él me cuenta cosas de otros mundos, de sus viajes, de sus orígenes y su deambular emigrante. Y siempre, siempre, terminamos hablando de las historias del Tío Pedro. Descubrí así que la fantasía de Pedro Gilabert existe, es verdad todo lo que cuenta. Lo más personal y los orígenes de sus criaturas.
Las historias coinciden con lo que me cuenta el rostro pétreo de mármol, refugiado en mi casa de Almería, escondido entre libros. La mirada enigmática, ancestral, conoce uno a uno todos los libros de mi biblioteca, que ya son libros. De manera que a su sabiduría natural ha ido añadiendo todo lo asimilado en periodismo, cine, fotografía, arte, historia, ecología, literatura, poesía, antropología, sociología. Se sumerge en multitud de autores y convierte las novelas de ficción en un mundo vivo, presente, casi siempre por descubrir para el común de los mortales. Con este otro enigmático, nunca sonríe, hablo de todo. Y también terminamos siempre recordando cosas del Tío Pedro.
Ambos vivieron en silencio la muerte del Tío Pedro. Cuando Luis Ramos me llamó para darme la noticia y fui a informarles del hecho, las dos criaturas ya lo sabían. No sé cómo se habían enterado, pero ya estaban al tanto. No hubo llantos ni histeria. Únicamente, silencio. Un silencio impresionante. Y el paso del tiempo, como si no hubiera ocurrido nada.
Ahora, cuando me llamó Rodrigo Valero para invitarme a la exposición homenaje a Pedro Gilabert, les he dado la noticia a los dos. Y se han alegrado. Conocen a Rodrigo Valero desde siempre, cosa que me ha extrañado, qué sabrán ellos de Rodrigo. Pues según me cuentan, el encuentro es simpático. El Tío Pedro, en Grenoble (Francia), de emigrante. Lo padres de Rodrigo Valero, también. En aquel país nació Rodrigo Valero. Un encuentro casual de familias de emigrantes. Rodrigo Valero, un bebé. Pedro Gilabert lo coge en brazos y el niño va y se mea. Qué mejor presentación. Cuando pasaron los años y se reencontraron en Almería, el Tío Pedro exclamó: “Con que tú fuiste aquel niño que se me meó encima”. Y se echó a reír. Y las dos criaturas, a su manera se ríen con aquel momento.
Mientras escribo los tres hemos estado recordando cosas, hechos pasados, anécdotas. De todo. De nuevo ha desfilado toda la vida del Tío Pedro, su infancia de niño de pueblo en la Almería del interior, el paso efímero por la escuela, su viveza forjada en el paisaje de Arboleas, su emigración por el mundo. Y el regreso.
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