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El sol de la infancia

Kayros
Periodista

Aguadulce, mar de invierno, mar del norte. Paseo marítimo sin nadie. El viento golpea los árboles del parque y sobre los acantilados se insinúa un sol que recuerda la infancia. En la terraza de algunos bares quedaron las sillas vacías como evocando la animación del verano. No es que desee uno contradecir la estampa del turismo, pero hoy hace frío y la gente se encierra en casa al amor de la estufa o la chimenea. En alguna pantalla de televisión vemos caer la nieve.

Entre el deseo de vivir, una noticia agraria inquietante. Los hombres de Asaja reparten gratis frutas y hortalizas, sueño mercantil del mundo mejor. Pero, qué va, el mundo no muda, qué coño. Estamos ante un sistema capitalista y aquí no se da nada gratis. De ahí que la protesta de Asaja sea para recordarle a los que mandan que los productos del campo no valen nada al tiempo que en la ciudad nos despluman como pollos. Podría aumentarse la literatura del asunto aportando un buen rimero de exabruptos anticapitalistas como el que va del chupasangres al parásito de cortijada.

La verdad es que estamos cogidos desde la frente hasta la entrepierna por la explotación del sistema. Y si con el socialismo en el poder no ha sido posible librarse de los intermediarios, mal lo tenemos con el advenimiento de la derecha sin escrúpulos. En compensación luce el sol de la infancia por algunas terrazas. Antes de que uno descubriera el conflicto social que subyace debajo de todos estos productos agrarios, yo cantaba la belleza de las cosas más humildes, como la hierba fresca, el hielo en los remansos, el cantar de los pájaros enamorados. Desde aquel sol sin problemas a este de hoy que todavía sigue siendo gratis, gracias a Dios.

Mi padre alababa la maravilla otoñal de sus frutas y hortalizas como si surgieran por arte de birlobirloque. Hasta que un día le oí quejarse mansamente con las manos encallecidas puestas como pantalla sobre las brasas de la chimenea. ¿De qué murmuraba mi padre? Más o menos de lo mismo que Asaja: los productos del campo no valen un ardite y en cambio en la ciudad te desplumaban. Pasan los siglos y esto no cambia. Nos queda un consuelo sentimental: el canto del ruiseñor en lo alto del álamo bajo el sol amigo de la infancia.
(www.lavozdealmeria.es)

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