Laura R. Carretero
Candidata de UPyD a la alcaldía de Almería
Lo lógico cuando nos referimos a pobreza es relacionarla con los medios materiales. Y, sin duda, es su principal afección. No obstante, a veces, el ser pobre económicamente deriva muy directamente de que la sociedad es pobre en valores culturales, sociales o intelectuales.
El otro día, emitieron la película “Un franco, 18 pesetas” y en ella aparecía una frase lapidaria: “En España siempre estamos en crisis”. Sin duda, tiene razón: tenemos una crisis económica patente e histórica, por más que se haya agudizado y relajado en los últimos años, y nuestra percepción de ella viene derivada de nuestra comparación dineraria con los países de nuestro entorno. Pero tenemos una crisis más oculta, escondida porque nadie quiere hacer la comparación ni el análisis en relación con nuestras conductas sociales, intelectuales o cívicas,...
De esta última el autor de la película antes referida se hace eco cuando en la tertulia dice: “La vuelta fue peor de lo que se explica en la película, lo primero que vi es a dos perros que se habían quedado unidos copulando, y cómo un grupo de niños los mataba a bastonazos”. En este sentido, siempre pensé que los españoles debíamos haber perdido “El Motín de Esquilache”. Sin duda nos hubiera ido mejor.
Es, por tanto, que en pobreza material la sociedad española no es distinta de la del resto de Europa, aunque nuestro PIB sea inferior y el nivel de renta media también más bajo, los salarios estén más bajos y el café también.
En ambos lados de los Pirineos, eso que llaman “pensamiento único” nos ha llevado, tras la caída del muro, a una admiración acrítica por el mundo financiero, la idea de que el crecimiento económico está basado en la desregulación de los mercados, y que puede ser infinito. Todo ello con un desprecio casi absoluto por lo público, a la personificación de ese desprecio en políticos, seguidos de funcionarios (elevados a la categoría de trabajadores privilegiados), acabando incluso con la villanización (ataque físicos incluidos y, en España, casi justificados por la masa) de los maestros, los policías, los médicos y enfermeros (entiéndase todo como género y no como sexo). En toda Europa tenemos obsesión por la riqueza, hacemos “celebritis” a los que la poseen en grado superlativo y justificamos la inmoralidad en pro de conseguirla, considerando la función pública, el servicio público, los servicios públicos solo dignos de privatización o eutanasia.
Pero si con carácter general todos coincidimos en ese “pensamiento único”, en España la situación se agudiza. De un lado porque tenemos menores coberturas sociales y de menor cuantía económica. Tenemos salarios más bajos y menor renta “per cápita”, lo que en época de crisis agrava nuestra situación relativa. Si a esto sumamos nuestro pecado original, ese que nos impide actuar de forma punitiva, no solo contra los cargos públicos que pervierten los fines de la política social, sino también sobre el resto de los ciudadanos que tuvieran conductas incívicas y contrarias a las normas establecidas.
Todos hemos oído, como si se tratara de una leyenda urbana, que algún compatriota residente fuera de nuestras fronteras, acuciado por el olor y el olvido, sacara la bolsa de basura fuera de horario; todos hemos oído como sorprendentemente un vecino llama a la policía, que se persona en el domicilio del infractor hispano y entrega una multa, que sabe no puede dejar de pagar aunque blasfeme una letanía contra ella. Pero en la vieja Hispania ni los servidores públicos son cuestionados cuando pervierten su cargo para beneficio propio o de los suyos, ni los ciudadanos sienten la necesidad de denunciar a los infractores.
En España, de un lado, parece que los ciudadanos tengamos un defecto de empatía positiva, es decir, somos capaces de entender, comprender e incluso justificar la actitud de cargos en el poder cuando actúan en beneficio propio o de un “lobby”. Y así justificamos que los políticos en ejercicio no cumplan con su deber porque “entonces perderían votos” o abusen de su cargo obteniendo para sí y los suyos beneficios públicos, porque “tú harías lo mismo”, o disculpemos la corrupción institucionalizada con un “todos son iguales”.
Y de otro resulta, quizás debido a nuestra Historia, salpicada de dictaduras represivas, o por la Santa Inquisición, que está mal visto o es inapropiada, cual tabú social, la denuncia entre los ciudadanos. Y si a esto sumamos que para faltas e incluso pequeños delitos, salvo los de tráfico, los encargados de establecerlos o están desayunando o no lo tienen en la lista, tenemos una España propensa y acostumbrada al antojo, al despilfarro, al arbitrio, a la injusticia, al abuso, a la iniquidad, al despotismo, a la alcaldada, al caciqueo, y a tantas y tantos calificativos que ilustran de forma brillante la frase de León Tolstoi “no hay condiciones de vida a las que un hombre no pueda acostumbrarse, especialmente si ve que a su alrededor todos la aceptan” (Anna Karenina)
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