El Correo de Andalucía
Editorial
Que el Tribunal Constitucional haya entendido que el Obispado de Almería discriminó a la profesora de Religión a la que no le renovó el contrato por casarse con un divorciado es una muestra de sentido común. Y si se quiere también, de adaptación a unos tiempos en los que un agravio de este tenor resulta inconcebible.
Los hechos ocurrieron hace ahora diez años, y pudieron cometerse entre otras razones porque el Obispado almeriense se amparó en el derecho que tenía concedido entonces la Iglesia Católica para nombrar y despedir a los profesores de Religión, aunque éstos dependieran laboralmente del Ministerio de Educación o de la consejería correspondiente. Ahora sería mucho más difícil que pasara algo similar. Al menos en Andalucía, pues desde 2006 la Ley autonómica de Educación establece que los profesores de Religión de la comunidad tendrán los mismos derechos y deberes que el resto de maestros del sistema educativo andaluz.
En cualquier caso, el mismo Tribunal Constitucional entiende que tampoco entonces debió de producirse tamaña discriminación. Y lo hace tomando como argumentos de referencia circunstancias que son difícilmente rebatibles. En primer lugar, no se entiende que las decisiones del Obispado en las escuelas tengan semejante grado de discrecionalidad y que estén a salvo del entorno jurídico en el que se desarrolla su actividad. En segundo lugar, no es lógico que la vida personal de un trabajador, sobre todo si se lleva en la más estricta privacidad, tenga por qué afectar a su actividad docente, como así se desprendía del despido. Y, por último, no se puede admitir que no se le renueve el contrato cuando la maestra en ningún momento se desvió a la hora de impartir su asignatura de la doctrina social de la Iglesia Católica.
Ahora, con una década de retraso, se hace justicia con esta mujer, y si en algo hay que apenarse es en que se haya tardado diez años en reparar el fallo cometido, un tiempo que ya no hay quien le pueda compensar.
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