Profesor de Historia
Desde siempre todos sabemos que los que detentan el poder tienen la sartén por el mango ya que son los que aprueban las leyes por las que nos regimos el resto de los mortales. Cuando llegó la democracia, los jóvenes de entonces, ilusos de nosotros, pensábamos que el Artículo 14 de la Constitución (al reconocer la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley sin discriminaciones ni privilegios por ninguna razón) iba a poner fin a las desigualdades entre los españoles.
Nada más lejos de la realidad porque es verdad aquello de que “del dicho al hecho va mucho trecho” y, como ha ocurrido durante toda la historia, “el que no tiene padrinos no se bautiza” y en esto están muchos de los representantes del pueblo que con sus influencias por razón de cargo se aprovechan más en beneficio propio que del común. Da la sensación de que volvemos a aquello de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” porque, aunque aparenten lo contrario, una cosa es la España oficial y otra la real.
Es tal el afán de poder y de enriquecimiento que quien coge un cargo se aferra con todas sus fuerzas porque supone una fuente de ascenso sin necesidad de recurrir al esfuerzo ni tener que competir con nadie, pues ser político significa tener ya la vida solucionada e incluso algunos “tienen el detalle” de arreglar también el futuro de familiares y amigos. De tal manera que hoy se habla de la “clase política” como gente a la que hay que echarle de comer aparte.
Pongamos algunos ejemplos que generan, desde luego, indignación y rechazo porque suponen beneficios aprobados por ley (y no me quiero ensañar con una constante que acompaña a demasiados políticos: la corrupción): La retención por IRPF en las nóminas de nuestros diputados y senadores es sólo del 4,5%. Sólo este dato es ya suficiente para provocar una auténtica rebelión social en los que tenemos la suerte de trabajar y no digamos nada en los casi cinco millones de parados.
En este punto, la cantinela de las llamadas políticas de igualdad se nos presenta como un fraude al considerar a la clase política como un estamento al estilo de aquellos privilegiados, exentos de impuestos, que provocaron el estallido popular en la Revolución Francesa de 1789.
Otro ejemplo: ¿Por qué si un español puede optar a una pensión máxima de 32.000 euros anuales, algunos políticos tienen pensiones vitalicias que pueden suponer 74.000 euros? ¿Por qué estas pensiones no son, como para el resto de los ciudadanos, incompatibles con otros sueldos de la Administración o con otras actividades económicas? ¿Por qué un diputado con pocos años ya opta a la jubilación con todos sus derechos y un trabajador necesita por lo menos 35 años? ¿Por qué los miembros del gobierno, para cobrar la pensión máxima, sólo necesiten jurar el cargo?
Indecente es colocar en la administración a miles de asesores (con sueldos que ya desearían los técnicos más cualificados) o el ingente dinero destinado a sostener a los partidos, aprobados por los mismos políticos que viven de ellos.
Por otra parte, clama al cielo que a un político no se le exija superar una mínima prueba de capacidad para ejercer su cargo (ni cultural ni intelectual ni bilingüe). Llama poderosamente la atención el hecho de que ministros, secretarios de Estado y altos cargos de la política, cuando cesan, son los únicos ciudadanos de este país que pueden legalmente percibir dos salarios del erario público. No hay derecho a que el salario mínimo de un trabajador sea de 624 euros/mes y el de un diputado de 3.996 euros/mes, pudiendo llegar, con dietas y otras prebendas a los 6.500 euros/mes. Y hablando de dietas, los parlamentarios que no viven en Madrid reciben, además del sueldo, otros 1.823 euros al mes por sus supuestos gastos de manutención y alojamiento. Los locales, 870 para gastos, libres de impuestos. La suma de estos sencillos complementos supera el sueldo de 12 millones de ciudadanos. Además, cobran 150 euros cada día si salen al extranjero, y 120 si viajan por el país. Por otra parte, desde Almería en el Tiempo estamos de acuerdo con todos aquellos que piden que los políticos corruptos devuelvan el dinero equivalente a los perjuicios que han causado al resto de ciudadanos con su mala gestión o/y sus fechorías, y endurezcan el Código Penal con procedimientos judiciales más rápidos y con castigos ejemplares.
Tenemos más de 76.000 los políticos, evidentemente muchos son personas íntegras y de valía aunque es también conocida la legión de vividores que vienen a servirse y no a servir. Hay que cambiar el sistema para que los más honrados y preparados sean los que gobiernen articulando un sistema de remuneración más justo, es decir, legítimo desde el punto de vista de los que votamos y pagamos. Menor número de políticos y altos funcionarios y más vidas ejemplares para que nos sirvan como modelo a imitar.
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