Director del Instituto de Estudios de Fundación Cajamar
Hace unos años escribía en un libro sobre el sistema agroalimentario mundial que este sector y el financiero compartían una materia prima común: la confianza. Los consumidores de servicios financieros confían en que las entidades en las que tienen depositados sus ahorros se los devolverán al completo llegado el caso, de la misma forma que se fía de un pedazo de papel en el que aparecen unas cifras en euros, a pesar de que el propio papel tiene muy poco valor.
En el caso del agroalimentario, los consumidores creen que los productos que se exponen para la venta en los lineales de los supermercados y en las baldas de los puestos son aptos para el consumo. Los sistemas de alerta alimentaria y multitud de reglamentaciones nacionales e internacionales velan por que esa garantía sea cierta. De ahí la obsesión de los últimos años por la trazabilidad y de ahí, también, el esfuerzo realizado por los agricultores y las comercializadoras para cumplir las exigencias.
En cualquier caso, de la misma manera que el sistema financiero está sujeto a errores y problemas derivados de su actividad (que se lo pregunten si no a la otrora todopoderosa banca de negocios anglosajona), en una cadena como la alimentaria en la que participan tantos agentes es normal que de vez en cuando algo falle y se produzcan situaciones de alarma. Cuando estas alarmas se relacionan con muertes, lo cual no es imposible, entonces las alarmas despiertan el pánico y los consumidores huyen del peligro como de la peste. Exactamente como de la peste. Por eso es tan importante que los responsables últimos de las alertas alimentarias sean identificados y castigados para que todo vuelva a la normalidad cuanto antes.
Como ya habrá adivinado el lector, todo lo anterior viene a cuento por el tema de los pepinos. Para cuando estoy escribiendo estas líneas, las autoridades alemanas han reconocido que no hay conexión entre los productos españoles y los casos de muertes por E. Coli. Pero el daño está hecho y ha sido brutal. Durante días se han cerrado las fronteras a la exportación, y se ha arrastrado por el fango la imagen de las frutas y hortalizas españolas, y no sólo de los pepinos.
Otra similitud: la confianza en el sistema financiero tarda en recuperarse, pero aún más tarda la relacionada con la alimentación, ya que en el primer caso lo que se arriesga es la riqueza, y en el segundo es la salud. Aunque ahora las autoridades alemanas corrijan sus acusaciones y afirmen que las producciones españolas no son culpables, es obvio que la situación tardará bastante en volver a ser normal.
Dicho lo anterior, esta crisis de los pepinos ha dejado en evidencia algunas carencias del sistema: la primera es que se han realizado acusaciones gratuitas, sin apenas pruebas y hasta en contra de lo que dictaba el sentido común. La segunda es que algunos países han optado unilateralmente por el cierre de fronteras, al margen del sistema de alarma alimentaria europea: cada uno ha actuado "a su bola". La tercera es que no se ha sido suficientemente ágil desde España en la defensa del sector, aportando pruebas y análisis que demostraban su inocencia en este caso. También me da la impresión de que se ha sido poco expeditivo a la hora de exigir explicaciones a Alemania, que a estas horas no ha explicado aún el origen de la infección: hemos actuado como si fuéramos culpables desde el principio, sin articularas un plan de contingencia desde el ministerio el mismo día en que se comenzó a fraguar el asunto.
Ahora toca recuperar la imagen perdida, recuperar por la vía de las reclamaciones parte de los daños soportados e intentar salvar una campaña que ya estaba muy cuesta arriba. ¿Cómo actuar? De la única manera que se puede hacer: con transparencia, siendo muy sinceros con los consumidores y demostrando que no sólo somos limpios, sino que somos los más limpios, incluso más que los alemanes.
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