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La última legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero al frente del gobierno de España está marcada por dos hechos que han sido determinantes para el ocaso del Partido Socialista: uno, no ver, o no querer ver, la difícil situación que a España se le presentaba en el futuro inmediato; y otro, la obstinación del presidente en querer adoptar una serie de medidas -posiblemente necesarias, nadie lo duda- enormemente distantes de las promesas que ofreció a sus electores cuando se presentó a la reelección. Tras la cumbre de Davos, donde parece que a Zapatero le hicieron un pase especial de la película que aquí se negaba a ver, el presidente debería haberse dirigido a los españoles manifestándoles que tenía que adoptar una serie de decisiones para las que moralmente no estaba legitimado, y que para adoptar esos acuerdos necesitaba un nuevo voto de confianza. Y el pueblo español, en uso de su soberanía, hubiera decidido si tenía que ser él quien tomara esas medidas o bien, puesto que eran unas medidas de corte tan liberal, que las tomara el partido que ideológicamente era más adecuado.
A partir de esta actuación tan desconcertante, Zapatero estableció su propia fecha de caducidad y se quedó sin credibilidad alguna, primero, ante sus adversarios, que lo consideran el autor de todos nuestros males, y también, ante sus propios electores, que consideraban que estaba traicionando los principios más elementales de la ideología socialista.
Ante ese panorama de transmutación política, cualquier motivo iba a ser aprovechado para hacerle un acto de repudio. Las elecciones catalanas fueron un principio. Pero el escarmiento absoluto tenía su oportunidad en las elecciones municipales y autonómicas de mayo. Los electores no han valorado si la gestión de tal o cual alcalde ha sido la adecuada –y la realidad es que muchos alcaldes socialistas que no han podido revalidar su mayoría han realizado una labor excepcional- o si lo ha sido la de tal o cual presidente de Comunidad. Lo único que han valorado es que la ocasión era propicia para decirle al inquilino de La Moncloa que su estancia en aquel palacete no debe prolongarse ni un día más. Y le han dado una sonora bofetada, justamente en la cara de quienes ni lo han comido ni lo han bebido. Pero así es la vida y así es la política.
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