Director de La Voz de Almería
El nivel de descomposición del PSOE es tan avanzado y viene de tan lejos que cuando en la noche del domingo comenzaron a llegar los primeros datos que anunciaban el hundimiento, los cuervos se apresuraron a levantar el vuelo. Como en la fantástica escena final de la película de Berlanga, la vaquilla- el partido- estaba en medio de campo mientras todos los bandos, todos, se aprestaban al ataque.
Siete días después de la noche electoral más amarga del socialismo español, la única certeza a la que se aferran los que durante los últimos años han gozado de la confortabilidad del poder es su determinación por participar en el reparto de la herencia de la derrota. Todos los políticos aspiran, legítimamente, a estar en la lectura del reparto del Poder; pero todos saben, también, que, aunque menos seductora, la herencia de la derrota es un motivo por el que pelear; tanto que algunos llevaban años afilando el cuchillo. Por eso no extraña que nadie en los últimos días haya realizado un acto de reflexión profundo y, muchos menos, un propósito de enmienda sincero. La causa del estrépito la sitúan en los intramuros universales de la crisis y, por tanto, nadie es culpable, sólo los mercados financieros. Pero el argumento, en su media verdad, esconde, premeditadamente, la peor de las mentiras.
La causa de la derrota del PSOE ha sido la crisis; es verdad. Pero la crisis, por sí sola, no explica la magnitud de la catástrofe.
Una noche de hace años viendo “Becket”, descubrí dónde se escondía uno de los motivos por los que cada vez se produce más desafección hacia los políticos; menos identificación con los partidos; y mayor distancia entre la gestión del gobierno- de cualquier gobierno: municipal, autonómico, estatal-y los efectos de eficacia que le son exigibles. La secuencia transcurre en medio del ataque de ira con que Enrique II de Inglaterra (Peter O’ Toole), responde a la decisión de su amado Thomas Becket (Richard Burton), Arzobispo de Canterbury, de no ceder a sus imposiciones. El Rey no acepta que quien ha sido nombrado por él, que quien tanto le debe, se atreva, por convicción, a discrepar de sus decisiones. En medio de la incredulidad desbocada- ¡Cómo ha podido hacerme esto a mí! grita- se dirige a quienes forman su gobierno. Les mira a los ojos con la crueldad del desprecio, se detiene en uno de ellos y elevando levemente la mirada, le pregunta colérico: -Y tú ¿has sido capaz de pensar un minuto, solo un minuto, durante todos estos años que llevas junto a mí? ¿Tienes algo detrás de esa frente o sólo te sirve para sudar?
No pretendo con la recuperación de este paisaje cinematográfico buscar mimetismos. La clase política, sin distinción de tribus, ha hecho más por la modernización de España en treinta años que quienes le precedieron en trescientos. Pero esta realidad, que sólo puede negarse desde la ceguera, no impide considerar que el mayor pecado de los socialistas durante la crisis -y del PP durante el delirio del segundo Aznar de la mayoría absoluta- ha sido el de la cobardía. Ningún dirigente nacional se atrevió a decirle a Zapatero que, desde el inicio de la crisis, su consejo de ministros, más que a gobernar, se dedicaban -izquierda, izquierda; derecha, derecha, delante, detrás- a bailar la yenka; ningún dirigente andaluz fue capaz de decirle a Griñán (y antes a Chaves) que lo que demandaban los andaluces era un cambio de política para no continuar dando viejas respuestas a las nuevas preguntas, que la realidad sociológica almeriense y su singularidad no podían ser contempladas desde la generalización burocratizada de un despacho o desde el desdén con que se miran los arrabales lejanos por fronterizos; ningún dirigente provincial socialista fue capaz de decir a Diego Asensio (y antes a Martín Soler ) que a los cargos se debe llegar primando el principio de capacidad, no el tactismo de la fidelidad inquebrantable hasta que deja de serlo.
Ahora, cuando ha llegado la tormenta que presagia el huracán de las generales y autonómicas, los socialistas deberán decidir si optan por el debate nominalista del quítate tú que me pongo yo, que sólo interesa a ellos y a quienes, desde los medios, les seguimos o, por el contrario, cogen el atajo de las ideas. Los monólogos son divertidos mientras se escuchan. Cuando se apagan las luces, el escenario se llena de nada. La vida vuelve a la calle. Alguien debería decirle a Zapatero y a su alegre muchachada que la función ha terminado.
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