Pedro Manuel de la Cruz
Director de La Voz de Almería
Diego Cervantes aprovechó el primer minuto de la tertulia del pasado martes en Canal Almería tv para introducir un argumento de alcance sobre la que se avecina. Se quejaba el exconcejal de IU del espacio abrumador que contenciosos como la lucha antiterrorista en general y la ilegalización de los derivados de batasuna en particular, están teniendo y van a tener en esta campaña interminable hasta el 22 M. Lleva razón.
Estamos ante unas elecciones municipales y lo local (casi) ni está ni se le espera. Lo que de verdad espera es una caravana de políticos nacionales y regionales -el informe de los que ya han programado su visita a la provincia, publicado el jueves por este periódico, es, sencillamente, abrumador-, que, en cuestiones locales, sólo pondrán voz a las palabras que, previamente, le hayan escrito los gabinetes de campaña provinciales. Todas sus intervenciones serán un permanente rittornello a acusaciones ya manidas, a insultos ya escuchados, a tópicos ya exhibidos; a la nada.
Treinta años de democracia han servido para contraponer a la estructura radial del país una trama circular articulada en el desarrollo autonómico del Estado. La España de entonces, como los mandamientos, se cerraba en dos: Madrid y todo lo demás (que para todo dependía de aquel). Pero, curiosamente, la descentralización que ha sido capaz de llegar desde la sanidad a la educación, desde el transporte a las licencias de caza (a veces en un ejercicio de inmadurez, irresponsabilidad y esnobismo tan detestable como intelectualmente estúpido), esa descentralización propiciada por los partidos, donde no ha llegado ha sido, paradójicamente, a los criterios de funcionamiento de esos mismos partidos.
Esta contradicción ha propiciado que sea esa estructura de poder con sede en Madrid la que decida, no sólo quienes son los elegidos para cobrar por el privilegio de dirigir sus franquicias en las provincias, sino que, en el paroxismo de la sumisión, sus representantes provinciales acaben siendo altavoces, meros instrumentos de trasmisión de las consignas que cada mañana son elaboradas en los laboratorios de Génova o Ferraz. Esta actuación, consentida por todos, ha provocado la perversión democrática de que los dirigentes provinciales no actúen como delegados de sus afiliados ante las direcciones de Sevilla o Madrid; ni tampoco -lo que es mucho más grave-, como representantes de los ciudadanos que les han elegido. Solo actúan como servidores de quienes les nombraron.
Porque, por mucho que se empeñen los estrategas madrileños y sus terminales mediáticos (leyendo algunos titulares y viendo algunas tertulias ya no sé si se hace periodismo o partidismo en algunos de ellos), lo que se vota el 22 de mayo es la mejora de la calle en que vivimos, la gestión de la ciudad o el pueblo que compartimos, los servicios que nos esperan cada mañana al salir de casa -la limpieza, el trasporte público, los parques, el tráfico, los aparcamientos, los jardines- y que, por su cercanía, no somos capaces de valorar en la medida en que influyen en nuestra vida. Eso es lo que se vota. Por mucho que se empeñen, no es Zapatero o Rajoy lo que se elige; no es la indecencia de la trama Gurtel y los eres falsos lo que se vota; no es la política antiterrorista lo que se decide. Una sociedad madura debe ser consciente de que cada elección tiene su argumento y cada argumento su elección. Acumular argumentos, disparar consignas, enmascarar realidades son estrategias de confusión que sólo provocan hastío y decepción en aquellos ciudadanos alejados de la fe del carbonero y enemigos de las adhesiones inquebrantables.
Lo peor de todo es que esta ceremonia de la confusión a quien más molesta es a los propios candidatos, conscientes de que la caravana que está por llegar solo trae ruido. ¿Qué pueden decir en una ciudad o en un pueblo sobre infraestructuras locales o servicios municipales quienes se han enterado del lugar en el que van a actuar -el verbo es consciente- cuando lo han leído en la señal de tráfico que indica que ya han llegado?
La política, como todo en la vida, tiene, siempre, algo de teatral. Lo que no es razonable es que cuando acaba la función los espectadores sigan creyendo que la realidad está en el escenario y no el patio de butacas que es, ahí sí y de verdad, donde está la vida.
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