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Hace unos cuantos años, un transportista de mi pueblo, atormentado por los continuos quebraderos de cabeza que le daba un camión recién comprado, ante la pasividad con la que, según él, actuaba el servicio oficial, no tuvo mejor idea que colocar sobre la cabina del vehículo un enorme rótulo que rezaba así: “Este I… es una mierda” (no completo la marca del camión porque yo tampoco quiero meterme en líos). Qué mal lo pasó el hombre: se encontró en el Juzgado con una demanda que le reclamaba varios cientos de millones de euros por daños de imagen. Hubo que mover cielo y tierra para que aquello quedara en nada.
La desgracia de mi amigo era que no se dedicaba a la política. Porque, si hubiera sido político, su temeridad hubiera quedado impune. Como impune salió la entonces ministra de Sanidad Celia Villalobos de aquel numerito que se montó hace ahora diez años con el aceite de orujo. Se levantó un mal día la señora y, sin aval científico alguno, dio la orden de inmovilizar todo el aceite de orujo que había en las tiendas por exceso de benzopireno (sustancia tóxica si se consume de modo prolongado). A las protestas del sector empresarial orujero la ministra respondió que “si se arruina alguien, que se arruinen cuarenta, y no que se mueran cuarenta millones de personas”. Al final, la justicia sentenció que la medida fue “desproporcionada”, pero el mazazo recibido por los olivareros fue tal que, diez años después, siguen sin levantar cabeza.
Ahora, la imprudente ha sido Cornelia Prüfer-Storks, senadora responsable de asuntos sanitarios de Hamburgo, al culpar a los pepinos de Almería de unas intoxicaciones que le son ajenas. A Celia siguieron y siguen haciéndola diputada. A la tal Cornelia la premiarán haciéndola senadora a perpetuidad. Ya lo verán.
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