Carmen Morán
El País
Reproducimos a continuación el excelente reportaje publicado por Carmen Morán en la edición nacional del periódico El País
La crisis del pepino en Almería ha demostrado que el mundo globalizado puede convertir la agricultura en una actividad empresarial y rentable, pero también que las fronteras se cierran con más facilidad que se abren. Y los agricultores siguen siendo el eslabón más frágil de la cadena.
La cosecha almeriense representa el 25% del valor del campo andaluz así que aquí también puede aplicarse el dicho: si Almería tose, Andalucía se acatarra. Sin embargo, el oleaje de la costa del plástico ha llegado mucho más lejos. Murcia, Valencia o Portugal, están viendo sus cosechas afectadas por la falta de venta. Y toda la Unión Europea puede sufrir el cierre al comercio hortofrutícola decretado por países como Rusia.
Las subastas en El Ejido han alcanzado esta semana precios bajo mínimos. Ha bastado con un mal gesto de las autoridades de Alemania, que, antes de tener las pruebas suficientes, acusaron al pepino de Almería de ser responsable de las primeras muertes que se dieron en el norte de aquel país por la bacteria Escherichia coli. Ya van 22 fallecidos y más de 1.500 afectados. Alemania lamenta tímidamente el daño causado en los invernaderos españoles: el pepino no es culpable, dicen, pero ya lo están pagando el tomate, la berenjena, el calabacín, el melón... La recolección en el poniente almeriense puede darse por concluida. Sin que sirva de consuelo, afortunadamente la campaña estaba tocando a su fin. "Si esto llega a pasar hace un mes, el desastre hubiera sido fatal", reconocen los afectados.
Afincado en Granada en los años treinta, el escritor e hispanista británico Gerald Brenan visitó el poniente almeriense. "Cuando lo vi por primera vez podía ser el desierto del Sinaí", escribió después. Se precisaría la buena pluma de don Geraldo para describir con tino el paisaje de plástico que hoy tapa aquel desierto. Más de 20.000 hectáreas de invernadero cubren la tierra que un día fue yerma, un paisaje singular, incluso fascinante.
Almería exporta 1,6 millones de toneladas de fruta y hortalizas, el 60% de su producción, fundamentalmente a Alemania, Francia y Reino Unido. La renta en esta zona no parece la de un agricultor convencional: en los noventa, cuando se produjo el gran despegue, una hectárea daba un beneficio medio de 10 a 15 millones de pesetas, según los datos de la Fundación Cajamar, que elabora cada año estudios exhaustivos sobre el campo español. Ahora los ingresos son un 10% más bajos, pero la renta media de los productores alcanza todavía el 95% de la española, cuando no llegaba al 45% a mediados del siglo pasado.
Pero los agricultores, 14.000 en la zona, también se quejan, y tampoco les falta razón, a decir de David Uclés, el responsable de Estudios Socioeconómicos de la Fundación Cajamar. Para que una planta fabrique 10 kilos de pepinos sanos antes de que amanezca en los campos del norte de Europa, se necesita mucha tecnología y miles de metros de plástico que le den el calor suficiente.
Esta producción intensiva dibuja un perfil de agricultor singular, que cada verano acude al banco en busca de créditos para sembrar, que pasa varios controles agrosanitarios y que rellena más papeles que un abogado.
Casi nada permanece de una cosecha a otra: hay que comprar semillas (la hortaliza híbrida no se recicla), sacos de tierra fértil, fitosanitarios, fungicidas, gomas de riego, agua... ¿Y todo esto para que los tomates no sepan a nada? "Eso ya no es cierto", rechaza de plano David Uclés. "Hace años las variedades que se sembraban buscaban una alta producción y buena resistencia a los viajes y el paso del tiempo en el mercado. Ahora se prima el sabor". Uclés reta a probar el tomate raf almeriense. O la dulzura de algunas sandías. O el pepino Almería, que así se llama el que venden a los alemanes, "más dulce y no repite tanto", dicen los productores. Pero apenas se encuentra en España. El consumidor es caprichoso y asustadizo. Hasta en algún supermercado de El Ejido cambiaron el origen de la hortaliza: era de casa, pero figuraba como murciana.
Una de estas crisis alimentarias puede dar al traste no solo con el pepino almeriense, hasta con el melocotón valenciano. En la alhóndiga de Agrupaejido, en El Ejido, las subastas de la hortaliza dejaron la semana pasada precios de risa: los corredores, sentados en sus pupitres, están atentos a la pantalla. El precio de salida baja y baja hasta que alguno de ellos pulsa el botoncito: 0,9 o 0,10 céntimos por kilo de berenjenas o de pimientos. "A esos precios no compensa ni recogerlos", dice Juan Cervilla, que tiene sus parcelas en el pueblo de Pechina. "Además, destruirlo también es caro, lo tenemos que pagar, no se pueden tirar a la rambla. Hay que llevarlos a los vertederos y pagar por su destrucción", cuenta. O que se lo coman las cabras.
Y todo porque se desconocía el origen del brote. Los productores sabían que no había partido de los invernaderos. "No hace falta tener carrera, si hubiera salido de aquí estaríamos todos enfermos, que nosotros también los comemos", dice uno de ellos. Pero la crisis ha puesto de manifiesto la falta de controles que hay una vez que el producto entra en los camiones camino de Europa. ¿Quién los toca? En el peor de los casos, y ocurre a menudo, cuando llega a las tiendas, el contenido de unas cajas y otras se mezcla y con ellas las variedades y los calibres.
Decir que la agricultura se ha visto afectada es decir poco cuando se trata de una producción tan industrial. El golpe del pepino lo han acusado los camioneros, los cartoneros de los envases, los que hacen los palés donde se apilan las cajas, la venta de fitosanitarios, los semilleros. Y la marea, de ser alta, alcanzará a otros servicios, como los concesionarios de automóviles, la hostelería y los propios bancos y cajas de ahorro. La pescadilla habrá mordido su cola: el banco ya no presta tanto, el banco ya no ingresa tanto.
La agricultura, como una gran empresa, puede convertir la renta de muchas personas en un frágil castillo de naipes. Los dueños de los invernaderos esperan indemnizaciones, que nunca cubrirán las pérdidas millonarias. ¿Quién le va a pagar a El Raspilla los 1.500 euros que ha dejado de percibir en una semana con el camión parado?
A Francisco Fernández la alergia le retiró de los invernaderos y se compró un camión. Traslada las cajas de hortaliza desde los plásticos a la cooperativa Canalex, en El Ejido, la gran capital del negocio. "Soy autónomo, si no muevo el camión no pago gasoil, pero el sello lo tengo que pagar cada mes, y los seguros, y los módulos". Tiene 31 años, y dos hijos y gana entre 60.000 y 70.000 euros al año. La economía de la zona todavía aguanta, aunque los famosos mercedes que circulaban por El Ejido "ya son viejos", dice Juan Manuel Vidaña, otro agricultor. "Ahora estamos empeñados", asegura.
El futuro de esta agricultura es similar al de la convencional, al menos, en algo: no tiene herederos en la familia y las fincas corren el riesgo de irse abandonando. Pero en el reinado del plástico los alquileres de las parcelas tienen unos precios que dan para retirarse: unos 12.000 euros por hectárea, calculan en Cajamar. Hay, sin embargo, la posibilidad de mejorar, en las técnicas, en el sabor de los frutos, pero todo es costoso. Son los costes, precisamente, los que empiezan a ahogar el gran negocio: "Se han duplicado o triplicado, mientras que los precios siguen igual o han bajado", dicen los agricultores.
Los estudios de Cajamar indican que en los últimos 35 años la rentabilidad de las explotaciones, medida en euros por hectárea, ha logrado mantenerse debido al incremento de la productividad, que ha compensado también la caída de los precios. "Pero la tendencia es, como en Europa, a agruparse entre ellos. En Almería ya hay grandes grupos que son fruto "de la fusión de varias cooperativas", dice Uclés. Las grandes distribuidoras "impiden a los agricultores negociar sus precios", dice. Echan abajo el juego de la oferta y la demanda. Y de algo más allá del mar, de donde llegó en su día la mano de obra barata, se espera ahora, también, el zarpazo de la competencia. Que tardará.
También el éxito parece tener camino de ida y vuelta; el coordinador de la empresa Naturechoice, Paco Sola, extiende el brazo y acaricia el horizonte de plásticos y sentencia, enfadado con la jugada de Alemania: "Esto lo hicieron los supermercados del norte de Europa, el boom de Almería llegó de ahí". Y de ahí ha llegado el mazazo que los ha sumido en la congoja de la última semana.
La capital del plástico
Hubo un tiempo en que los agricultores almerienses cultivaban uva de mesa que se exportaba y alguna hortaliza en el litoral destinada al consumo local. Pero a mediados de los cincuenta, el Instituto Nacional de Colonización descubrió los acuíferos, en una tierra que apenas se moja 25 días al año. Los invernaderos hicieron el resto. El Ejido, la gran capital del plástico, surgió al calor de esa agricultura mágica que ve crecer un pepino de la noche a la mañana.
En los primeros noventa, cuando ya tenía unos 50.000 habitantes solo un 5% había nacido allí. Ahora viven 85.400 personas y una torre de pisos de más de 100 metros, el edificio más alto de Andalucía, señala como un dedo poderoso el corazón del negocio. No hace un año abrieron allí un Corte Inglés, mientras que la capital almeriense no puede decir lo mismo.
Jorge Viseras ha sido concejal de Agricultura durante años y es ingeniero agrónomo. Defiende los plásticos: "Esta es la única zona del mundo que ha bajado su temperatura media 0,3 grados: es por los plásticos, que reflejan los rayos de Sol. Si los quitáramos la temperatura subiría 5 o 6 grados".
Cuando se le pregunta por la capacidad de los acuíferos, dice que tienen para 30 años y "además, los agricultores están obligados a recoger el agua que cae del cielo sobre sus invernaderos". Esa agua va a las balsas que luego usan para regar.
El Ejido no ha mirado al mar, sino a la montaña y a la playa, de la que extrajo la arena para los invernaderos. El paisaje a través de la ventana no es el campo, sino los plásticos blanqueados, que, de cerca, tienen a veces el aspecto de un campo de refugiados. Pero los plásticos trajeron el dinero y a ellos se les ha concedido el privilegio de disfrutar de la primera línea de playa.
En los primeros noventa, cuando ya tenía unos 50.000 habitantes solo un 5% había nacido allí. Ahora viven 85.400 personas y una torre de pisos de más de 100 metros, el edificio más alto de Andalucía, señala como un dedo poderoso el corazón del negocio. No hace un año abrieron allí un Corte Inglés, mientras que la capital almeriense no puede decir lo mismo.
Jorge Viseras ha sido concejal de Agricultura durante años y es ingeniero agrónomo. Defiende los plásticos: "Esta es la única zona del mundo que ha bajado su temperatura media 0,3 grados: es por los plásticos, que reflejan los rayos de Sol. Si los quitáramos la temperatura subiría 5 o 6 grados".
Cuando se le pregunta por la capacidad de los acuíferos, dice que tienen para 30 años y "además, los agricultores están obligados a recoger el agua que cae del cielo sobre sus invernaderos". Esa agua va a las balsas que luego usan para regar.
El Ejido no ha mirado al mar, sino a la montaña y a la playa, de la que extrajo la arena para los invernaderos. El paisaje a través de la ventana no es el campo, sino los plásticos blanqueados, que, de cerca, tienen a veces el aspecto de un campo de refugiados. Pero los plásticos trajeron el dinero y a ellos se les ha concedido el privilegio de disfrutar de la primera línea de playa.
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