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La guerra de las actas y los autos de la jueza Alaya

Juan Carlos Blanco
Director Adjunto de El Correo de Andalucía

Nadie que no haya sufrido un repentino ataque de talibanismo enfebrecido y se le haya nublado el juicio puede negar la gravedad extraordinaria del caso de los ERE falsos. Según la investigación interna decretada por la Junta tras revelarse las primeras irregularidades, se habrían defraudado 9 millones de euros destinados a financiar prejubilaciones falsas a amigos y compañeros de partido del exdirector general de Empleo Javier Guerrero (autor de la aparatosa expresión del “fondo de reptiles”) y del exdelegado de Empleo en Sevilla Antonio Rivas.

Siempre con la presunción por delante, estamos ante un escándalo mayúsculo que ha perjudicado gravemente la imagen de marca de la Junta y del PSOE andaluz por cuanto que ha desvelado la existencia de una trama corrupta que anidó en la Administración sin que nadie se diera cuenta a tiempo de las barrabasadas que se estaban haciendo.

La Junta está purgando este descuido clamoroso, pero si somos justos, también podemos afirmar que está siendo víctima en este punto de la tendencia instalada en este país a pulverizar las presunciones de inocencia, invertir las cargas de la prueba y activar todos los mecanismos de sospecha cuando se trata de arremeter contra alguien.

El miércoles se conoció que la Audiencia Provincial apoya a la jueza Mercedes Alaya en su decisión de revisar las actas de los consejos de gobierno de la última década en su interés de determinar si existió alguna responsabilidad política en el caso de los fraudes. Y también se supo que, en cambio, la misma Audiencia no entendía para nada por qué se empeñó la jueza en custodiar estas actas y en hacer ver que la Junta no podía seguir con ellas porque podría ocultarlas o alterarlas en su beneficio.

Para muchos, Mercedes Alaya es una especie de heroína instalada en el Prado de San Sebastián. Una Elliot Ness incorruptible que lo mismo se enfrenta a Lopera que persigue a los todopoderosos de la Junta. Más allá de esta visión caricaturesca y un tanto hagiográfica, quienes la conocen sí que la describen como una persona concienzuda, laboriosa, puntillosa y muy trabajadora. En suma, de fiar.

Pero, tras la lectura de los autos, se podrían añadir también otras dos percepciones sobre su labor no tan benevolentes: 1) tiene una tendencia irrefrenable a convertir cada auto en un revuelto de conjeturas reconvertidas en dogmas de fe con aspecto de casi irrefutables. Y 2) no se arredra a la hora de meterse en confrontaciones un tanto estériles que pueden terminar desviando la atención de los asuntos bien graves que instruye.

Un ejemplo impagable es el auto que emitió este pasado jueves, en el que agrega tres cargas de profundidad que, cuanto menos, son muy discutibles.

En primer lugar, se reafirma en sus sospechas sobre la posibilidad de que la Junta pueda alterar u ocultar documentos de las actas de los consejos de gobierno, pero sin sustentar con pruebas una acusación tan grave que atañe a un poder del Estado.

En segundo lugar, aprovecha esta negativa para volver con la retahíla de que la Junta no está colaborando con la Justicia, aserto que está muy lejos de la realidad si nos atenemos a los hechos acontecidos desde que saltó el escándalo.

Y, por último, calca en varios párrafos otro anterior de la misma jueza en el que recuerda que los servicios de Intervención de la Administración alertaron a los entonces consejeros de Economía y de Innovación y a la agencia IDEA de que los mecanismos de contratación no eran los más adecuados. Pues bien, en esta ocasión mete una acotación que si algo no parece es casual, pues recuerda que ese consejero de Economía es el hombre que ahora ostenta la presidencia de la Junta, esto es, que sin nombrarlo cita expresamente a José Antonio Griñán. ¿Qué quiere decir? ¿Que Griñán conocía estas irregularidades, como rápidamente se ha apresurado a decir en buena lógica el PP? Si es eso, y sabiendo la repercusión de su acusación, al menos debería de haber presentado alguna prueba consistente de su acusación, y no una simple sospecha.

La Junta ha podido estar desafortunada, han podido fallar determinados mecanismos de control, ha podido ser víctima de un grupo de sinvergüenzas con la moral de un lagarto y si se quiere ha podido ser negligente (los hechos están ahí), pero no se puede alimentar con esa tranquilidad de espíritu la idea de que no ha colaborado con la Justicia, ni tampoco se pueden extender sospechas sobre su conducta con semejante ligereza. ¿A qué viene esta fijación con la que tiene encima?

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