José Naranjo
Periodista
Si un turista se equivoca de palo en el hoyo 7 o le da un poco fuerte a la pelota es muy posible que ésta acabe cayendo en la casa de Ousmane Faye. Y es que la distancia que separa a ambos universos es muy corta, de apenas unas decenas de metros. A un lado, el golf, el daiquiri, las urbanizaciones de lujo, el chiringuito de la playa, la opulencia; al otro, los invernaderos, el olor a mierda del pozo negro que se rebosa, la suciedad, las moscas y decenas de miles de personas que viven y trabajan como si fueran esclavos. Esclavos del siglo XXI.
Estoy en el Poniente almeriense. La huerta de Europa, el mar de plástico. Un enorme delta de 40 kilómetros de largo y unos 10 de ancho de donde cada día salen hacia Alemania, Francia o Inglaterra pepinos, tomates, melones, calabacines o judías. A gusto del consumidor. Si quiere un pimiento amarillo y alargado, nosotros se lo producimos. No hay problema.
Pero para que esto sea posible, en la base de la pirámide, sustentando todo este tinglado que enriquece a muchos, diseminados entre los invernaderos, los africanos que hace cuatro o cinco años salían en los telediarios llegando en cayucos a Tenerife, Gran Canaria o La Gomera se encargan hoy de sembrar, cortar, recoger, limpiar o reparar. Llevan cinco años entre nosotros, pero la inmensa mayoría sigue sin papeles y empobrecidos. Así es mejor. Se quejan menos. No se quejan, en realidad.
Sus casas son los antiguos cortijos, reparados malamente para que allí puedan vivir diez, quince, veinte personas, donde antes vivía una familia. Colchones en el suelo, miseria, prostitutas nigerianas que se alquilan por diez euros, rotondas donde se sientan a esperar que pase una furgoneta y se los lleven para trabajar unas horas, con suerte un día, y luego vuelta a esperar sentados. Sin papeles, sin seguro, sin paro, sin vacaciones, sin los 400 euros de Zapatero. Si dos consiguen que se los lleven, esos mantienen a los otros ocho.
Todo el mundo lo sabe, pero nadie dice nada, prefieren mirar para otro lado. Y es que sin mano de obra esclava, el tinglado se viene abajo. Y siempre habrá un desgraciado dispuesto a partirse el lomo a 40 grados dentro de un invernadero por 3 euros la hora. Antes éramos nosotros, ahora son ellos, los africanos que llegaron hace cinco años a Canarias con el sueño de progresar y que se han quedado atrapados en el plástico.
El sistema funciona que es una maravilla. A mi vuelta del Poniente almeriense, donde siguen Ousmane, Mady, Alioune y Arfang sentados esperando en las rotondas que les caigan unas migajas de trabajo, me encuentro con este súbito interés por Somalia, donde desde hace muchos años, no ahora, los niños se mueren de hambre. Y pienso que todo no es sino la misma cosa, dos eslabones de una misma cadena. Pescamos en sus aguas, compramos su tierra, especulamos con su comida, les vendemos armas y, cada cierto tiempo, armamos un poco de bulla, a poder ser en verano que es cuando escasean los otros temas importantes de los que a nosotros, gente importante, nos gusta más hablar y luego, pasados unos días o semanas, a otra cosa, mariposa.
Y es que los niños hambrientos de Somalia y los esclavos de los invernaderos, unos lejos, otros demasiado cerca, no cayeron del espacio exterior. Pensar que su sufrimiento es ajeno es un error. Ese mal es tan nuestro como nuestro desarrollo. Dos caras de la misma moneda.
El otro día en un hotel de Madrid, coincidí en el ascensor un matrimonio, que dirigiéndose a mí, me pregunta por mi procedencia, de Almeria digo, ah de Andalucía, si, die yo; tras un silencio, se dirigen a la cuarta persona que compartía con nosotros, de forma momentánea aquel mundo en miniatura, y usted?, ella contesta de Brasil, a lo que con entusiasmo dicen, ah bonito país Brasil, lo conocemos muy bien, , hicimos hace unos años un crucero y estuvimos … el ascensor se abrió y inhale el aire fresco del hall, dejando atrás su conversación con un ¡buenos días!.
ResponderEliminarCuan hermosa la inocencia que nos hace hablar como expertos de cosas que apenas dejaron huella en nuestras pupilas, ésas más acostumbradas a luces y sombras emborronadas por el humo de los coches, que a la que deja la diáfana luz que atraviesa el polietileno en un claro día de otoño.