Pedro M. de la Cruz
Director de La Voz de Almería
En el París acosado por el asedio alemán, Ilsa Laszlo encuentra entre el espanto de las bombas el sonido imposible de silenciar que sobrevive siempre en medio de la tragedia. La escena es fantástica. No sólo por la confusión sentimental de la protagonista de “Casablanca”; tampoco por la belleza conmovida de la Bergman. Es fantástica porque desvela el campo de claroscuros permanentes por el que transita la vida.
El mundo se desmorona y políticos almerienses y colectivos de aquí y de allá polemizan entre quienes quieren gastar decenas de millones para derribar un edificio, quienes quieren gastar lo que haga falta para mantener en pie y rehabilitar después otro levantado, quienes quieren satisfacer estas dos aspiraciones, quienes apoyan una y se oponen la otra y quienes se oponen a las dos. La verdad y la razón nunca están del todo de ningún lado y en medio de la defensa de una posición siempre existe un flanco para la duda.
Con septiembre ha regresado la polémica inacabada de El Algarrobico y la discusión que amenaza inacabable (ya lo verán) de El Cortijo del Fraile. De todos los contendientes muy pocos dicen lo que piensan y muchos ni piensan lo que dicen. El engaño es un arma fundamental en cualquier guerra; en la política, también. Escuchar el fervor con que algunas mañanas tocan diana los bandos contendientes despierta una pregunta tan simple como ingenua: ¿Por qué no dejamos actuar a la Justicia en el primer caso y al sentido común en el segundo?
El ruido de los últimos días confirma que algo tan sencillo acaba convirtiéndose en quimera. Si el contencioso de El Algarrobico reside en sede judicial y serán los órganos competentes en el caso los que decidirán sobre su legalidad, o no, y, por tanto, marcarán el camino a seguir, ¿a qué vino la nueva dramatización de Greenpeace? Salvo que se interprete como la lección inaugural del curso mediático, la okupación del hotel no pasa de ser una sobreactuación injustificada por innecesaria. ¿Cómo va a decretarse el derribo si los jueces -y sólo los jueces- son los únicos competentes para, a la vista de los argumentos razonados en Derecho, fallar sobre su legalidad o ilegalidad? ¿Puede un gobierno, cualquier gobierno, ejecutar su derribo sin sentencia judicial firme e inapelable que lo posibilite? La respuesta es obvia. Tan obvia como hueca es la afirmación de Gobierno y Junta informando de la elaboración de un protocolo de actuación para distribuirse las tareas y los costes antes del derribo, en el derribo y después del derribo. No hay sentencia pero ya han decidido quien convierte las veinte plantas en escombro y quien lo retira. De traca. O de truco.
Tras el inicio de curso en Carboneras, Greenpeace viajó ante La Moncloa para entregar miles de firmas pidiendo la demolición del hotel. El Gobierno no puede atender su exigencia pero, a cambio, les regala un protocolo de intenciones que a nada obliga y que, en todo caso, no son más que la miga perdida de un pan que ni está hecho ni, en el fondo, ni gobierno ni PP -que también se sube al carro: lo que importa es darle al gobierno, la legalidad es secundaria- apuestan porque se haga. ¿O alguien cree que, si gobierna el PP tras las elecciones del 20- N, una de sus prioridades será demoler El Algarrobico? Vamos, anda.
El otro contencioso de septiembre es el de El Cortijo del Fraile. La pretensión de evitar su derrumbe es elogiable; de lo que tengo dudas es de que, para lograr el objetivo, se estén exponiendo todos los argumentos que justifican la inversión necesaria para hacerlo. Comprendo a quienes defienden su preservación desde la admiración literaria, aunque, en el espléndido drama rural de Lorca, el Cortijo del Fraile no es más que un espacio innombrado en el que ocurrieron unos hechos que leídos por él en una reseña periodística despertaron su genialidad. En un territorio yermo de recursos culturales, la inversión en evitar su ruina y posterior rehabilitación podría ser razonada desde su consideración no sólo como un fin, sino también como un instrumento de atracción, un recurso turístico, una coartada cultural. Las cosas o tienen valor por la excelencia de su propia existencia o pueden tenerla por la rentabilidad legítima que de ellas pueda obtenerse. En El Cortijo del Fraile ninguno de los dos motivos, por separado, tienen consistencia suficiente, pero unidos sí.
Dejemos hablar a la Justicia en Carboneras y escuchemos al sentido común en Níjar. No cuesta tanto. Sólo hay que dejarse ya de tanto palabrerío. El lirismo de aquella Ilsa Laszlo enamorada en París es más seductor que la frialdad gélida del pragmatismo, pero la realidad (y sus condicionantes objetivos) se imponen siempre a la ficción; por muy bella que esta sea.
Sin duda Sr. de la Cruz que debería hablar la justicia en el caso "Algarrobico", pero son tantos casos en los que habla por boca de otros, que uno no tiene por más que sentirse golpeado como ciudadano; heridos y hastiados cuando asistimos al esperpento de políticos antisistema, instituciones que no acatan sentencias o justicia a la que han quitado la venda de los ojos y dicta según dictado; y entre esta vorágine carnavalera, los ciudadanos, "buenos vasallos si tuvieran buen señor".
ResponderEliminarEn cuanto al cortijo del Fraile, por favor pidamos que pongan una puerta, lejos, que impida su contemplación, o mejor un muro; por favor eviten nos la ignominia que supone para los almerienses sus apellidos, "bien de interés cultural" y “lugar para el disfrute turístico”.
¿Dónde están los sabios
y los poderosos
que se nombran
(¡ay, quién lo diría!)
conservadores?
Miradlo hecho un basurero,
herido de muerte. (J.M. Serrat)