Reinventar el Gobierno provincial

Gerardo Ruiz-Rico
Catedrático de Derecho Constitucional

El debate político y mediático sobre la reforma constitucional ha eclipsado otro de los temas que ha concentrado el interés de la opinión pública estas últimas semanas, y sobre el cual, curiosamente también, ha habido una cierta dosis de consenso entre los dos partidos mayoritarios en el electorado. En efecto, con la iniciativa lanzada por el nuevo candidato socialista se ha producido una movilización en nuestra clase política sobre la necesidad de sustituir -o cambiar, en función del discurso o los actores- a las actuales diputaciones provinciales. Para los promotores de esa reforma se trata de contribuir a la disminución de gasto público que estas ocasionan, al duplicar de forma innecesaria la representación política o la gestión administrativa sobre materias que ya ocupan otras administraciones territoriales, como las comunidades autónomas o los municipios.
      Sin embargo, antes de embarcar de nuevo a la sociedad española en otro proyecto político de envergadura, convendría reconocer el marco normativo donde aquel puede ser viable, así como los límites constitucionales que no se pueden traspasar.

      En primer lugar, me parece que no se ha explicado suficientemente con qué fórmula (reforma constitucional o de la legislación básica local) se va a cambiar la configuración política y las competencias de las diputaciones. En todo caso, hay que recordar que el Tribunal Constitucional ha defendido siempre la denominada "garantía institucional" de la provincia. De acuerdo con esta teoría jurisprudencial, la Constitución de 1978 asegura la existencia de esta entidad local, dotándola además de unas competencias mínimas que no pueden ser absorbidas por la Administración central ni las comunidades autónomas. Esta posición no ha variado nunca y se ha hecho valer frente a cualquier intento de devaluar las funciones o la supervivencia misma de la institución provincial. La última prueba la encontramos en la sentencia sobre la reforma del Estatut de Cataluña, donde nuestro alto tribunal ha mantenido que, salvo cambiar su denominación, las provincias no pueden dejar de existir en la organización territorial del Estado español. Esta interpretación de la Constitución no ha impedido, sin embargo, que la provincia haya desaparecido en ocasiones para reconvertirse en comunidad uniprovincial, una entidad distinta pero comprensiva realmente de la anterior.

      Pese a estas limitaciones constitucionales, queda todavía cierto margen de maniobra para que el legislador intente realizar algunos cambios para modificar las competencias del Gobierno provincial, o transformar las diputaciones provinciales en otro tipo de corporación política intermunicipal. Las condiciones de esa posible reforma también están marcadas en la norma constitucional. En primer lugar, no cabe eliminar la "autonomía política" de las entidades locales provinciales, ya que esta forma parte del mínimo garantizado constitucionalmente. Tampoco se podría sustituir a la diputación por una estructura meramente administrativa, encargada solo de gestionar las decisiones que toman el resto de las Administraciones (estatal, autonómica o municipal). En este sentido, el artículo 141 de la Constitución establece de forma explícita el carácter representativo de cualquier tipo de corporación de ámbito territorial provincial, al margen de su denominación. Y por último, esas nuevas -o viejas pero reformadas- instituciones provinciales deben conservar un espacio de competencias propio, en el cual puedan actuar con la autonomía que les garantiza la Constitución.

      Los discursos políticos han omitido también un plano de análisis que es imposible obviar jurídicamente. Me refiero a que el régimen local en España se ha caracterizado siempre por su condición "bifrontal"; es decir, se trata de una materia sobre la que legisla tanto el Estado como las comunidades autónomas. De ahí que cualquier reforma de la provincia tampoco puede eludir las leyes regionales, y sobre todo los estatutos de autonomía, que recogen algunos elementos fundamentales de las funciones y relaciones administrativas de las diputaciones. Esto puede ser un obstáculo, casi insalvable, ya que la reforma de los estatutos no depende de la voluntad del Estado.

      Si queremos instituciones eficientes políticamente y racionales desde el punto de vista presupuestario, la reforma debe tocar otras dimensiones de las diputaciones. Ciertamente hay que reducir el número de diputados y las excesivas compensaciones a los funcionarios leales políticamente en forma de cargos de confianza, directivos o asesores. Pero también es imprescindible eliminar la "instrumentalización" que se ha hecho hasta ahora de ellas como sedes institucionales para el retiro de políticos en declive y sin demasiada preparación para tareas gerenciales. En definitiva, el "adelgazamiento" presupuestario de las diputaciones no debería perder de vista la función imprescindible que desempeñan, y lo seguirán en el futuro una vez reformadas, para garantizar el equilibrio territorial, así como la igualdad y el bienestar de muchos ciudadanos que viven todavía en el mundo rural y de los pequeños municipios de este país.
      (El País)

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