Pedro Manuel de la Cruz
Director de La Voz de Almería
El sonido del teléfono era tan habitual que escucharlo a cualquier hora antes de las cinco de la madrugada se había convertido en una rutina alejada del sobresalto. La vieja rotativa llevaba años sometida a un reciclaje tan intenso que, cada amanecer, la salida del periódico se acercaba al territorio mágico del milagro.
-Me acaban de comunicar que en una reunión de ETA se ha hablado de secuestrar a algún empresario. Se han barajado varios nombres y uno ha sido el de mi padre. He llamado a Renfe y el expreso de Almería acababa de salir. Busca un sitio, un hotel, una casa… lo que sea; en la capital, en la provincia… donde sea, da igual, pero es urgente. Mañana, en cuanto hagamos las maletas con lo imprescindible salimos para allá con mi madre.
Pero aquella noche de 1988 quien llamaba no era Germán Alcaraz, jefe de taller; tampoco Antonio Morales, el jefe de máquinas. Era la hija de un ciudadano vasco al que ETA torturó durante 1080 interminables horas. En un zulo no existen los días y las noches; el tiempo sólo se mide en terror y en impiedad. La cálida serenidad que siempre acompaña su voz no pudo ocultar la inquietud ante la amenaza y el pavor ante la posibilidad de que el horror volviera a repetirse.
Había que pensar y había que actuar rápido. Barajé varias posibilidades. Al final sólo dos eran viables. Llamé a mi hermano Ramón y, sin dudar un segundo, ofreció su pequeño cortijo en Albox. Lo descartamos porque la lejanía al núcleo urbano, el desconocimiento del lugar y las dificultades de movimiento para una pareja que se acercaba a la ancianidad situaban la opción más cerca del confinamiento que de la seguridad. El refugio elegido fue el hotel Torreluz. Hablé con la policía y su intervención convirtió a aquella pareja en un matrimonio madrileño de nombres impersonales en viaje de vacaciones en una Almería a la que llegaron apenas veinticuatro horas más tarde.
Dos ancianos, tan altos, tan venerables, quizá vivieron aquellos días y aquellas noches en Almería con la controvertida sensación de refugiados, pero las calles que recorrían al atardecer y el puerto que visitaban cada mañana como en un ritual, les protegieron del terror al horror sufrido.
He regresado a aquellos días del pasado porque no conviene olvidar, ahora que las nubes comienzan a despejarse, que en Almería encontraron refugio centenares de ciudadanos vascos a los que la barbarie les obligó a recalar en lejanos puertos de abrigo huyendo de aquel vendaval de sangre y lágrimas que parece llegado a su fin. Como tampoco debemos olvidar que el paso del tiempo, que todo lo consume, no puede ni debe borrar el recuerdo de aquellas horas de plomo con tanto dolor y en las que dos almerienses, Andrés Cassinello y José Barrionuevo, supieron estar en la primera línea de batalla. Una batalla -y esto es lo más importante de todo, de todo- en la que Esteban Maldonado Llorente, José Luis Martínez Martínez, José María Lozano Sainz, Francisco Gómez-Gómez Jimenez, José Martínez Pérez, José Artero Quiles y José Manuel Rodriguez Fontana, almerienses asesinados por ETA, perdieron la vida para que nosotros ganáramos la libertad. Su sacrificio les hace merecedores de permanecer en el mejor rincón de nuestra memoria y nuestra dignidad nos obliga a honrar su recuerdo leyendo sus nombres en las esquinas de las calles en las que nacieron a la vida hasta que unos criminales se la arrebataron. Almería es, demasiadas veces, una provincia ingrata. Pero como las deudas dejan de serlo cuando están saldadas (y nunca es tarde para hacerlo), que cada uno cumpla con su deber.
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