David Uclés
Director del Instituto de Estudios de Fundación Cajamar
Cuando yo estudiaba los primeros cursos de económicas y empresariales (una carrera que ya no existe al haberse segregado en varias ramas) teníamos la convicción de que las economías pasaban por diversas fases de desarrollo en su camino hacia el éxito. Aparte de los modelos de desarrollo elegidos, se consideraba que los países iban avanzando en la medida que dejaban de ser agrícolas. En principio este axioma parece razonable ya que la industria era capaz de generar valores añadidos superiores a los de la agricultura, por lo que cada empleo en el sector secundario generaba varias veces lo que uno en el primario. Con el tiempo, y en la medida en la que el desarrollo proseguía, entendíamos que el siguiente paso era el de la terciarización. El peso del sector servicios se convertía así, en un magnífico indicador del nivel de riqueza de un país. La clave era que las necesidades de la sociedad se iban haciendo más diversas y complejas, a la par que la industria externalizaba parte de los servicios a su producción que antes eran provistos desde dentro.
La conclusión era que países con un gran porcentaje de PIB proporcionado desde la agricultura eran sinónimo de pobreza y subdesarrollo. Sin embargo esa historia, que en términos generales suele ser verdad, oculta una variedad de situaciones en las que son compatibles un alto nivel de desarrollo en términos de renta y un elevado porcentaje del primario en el PIB. O en las que se puede pasar de una sociedad agraria a otra terciarizada sin necesidad de pasar por la industrialización.
Los paradigmas en economía no son absolutos, ni siquiera prácticos. La industria se ha convertido hoy en una commodity más, y lo que añade hoy más valor añadido son las fases de diseño y venta al por menor. Algunas de las empresas más potentes y admiradas del mundo se apoyan en esta filosofía. Ser una potencia industrial no significa nada si el desarrollo de los productos y la venta se desarrollan y organizan en otros lugares. China lo ha comprendido y está poniendo en el asador toda su capacidad para no convertirse sólo en la gran fábrica del mundo. Porque ser una fábrica es un valor escaso, mañana se puede abrir otra en Mongolia, o en Paquistán. Lo importante es ser capaces de diseñar el producto de forma que éste sea percibido por los consumidores como algo único y deseable, algo que les lleve a adquirirlo pagando un plus por él.
Volviendo a la agricultura, es complicado entenderla como un proceso de producción industrial, porque en el fondo seguimos pensando que son conceptos antagónicos. La realidad es mucho más prosaica, cada vez el agro está más integrado en procesos industriales, desde la adquisición de inputs, hasta la elaboración de productos derivados de los frescos, impulsado en gran medida por las transformaciones en los hábitos de consumo de las familias. Desde esta perspectiva, los procesos de producción y comercialización agrarias se desarrollan con escasos flujos de información. Los agricultores no controlan datos sobre el comportamiento o las preferencias de los consumidores, pero tampoco controlan el grado de ajuste de las semillas que adquieren a esos gustos, salvo en contadas ocasiones en las que empresas de semillas, agricultores y cadenas minoristas actúan de forma coordinada. Esa información de la que no disponen hace que sus producciones sean perfectamente equivalentes a las obtenidas en cualquier otro país del mundo.
Por mucho que los agricultores españoles avancen en ganancias de productividad o en mejoras de calidad de sus productos, dado que están normalmente basadas en tecnologías no propietarias o de sencilla copia e implementación, los competidores terminan por alcanzarlos cada vez más rápido. Hasta el momento nos mantenemos como líderes en muchas producciones porque tenemos músculo (volumen de producción) y un tejido institucional que permite el desarrollo de actividades comerciales a lo largo del tiempo. Pero estas ventajas también están a tiro de piedra de muchos de nuestros principales competidores. La realidad es que, por ejemplo, desde 1975 los precios medios de las principales producciones hortícolas almerienses han caído en torno a un 35% en términos reales. Las opciones tradicionales son la mejora de los rendimientos, que reducen los costes unitarios; la ampliación de superficie por explotación, que mantiene los ingresos por empresa; y la concentración de la oferta, que posibilita una posición negociadora más sólida. Pero, en el medio plazo, estas estrategias siguen sin resolver demasiado. La primera de ellas, incluso, contribuye a empeorar la situación ya que genera aumentos de producción que presionan a la baja los precios a pagar por la demanda. La rentabilidad se erosiona y desaparecen explotaciones incapaces de mantener el ritmo de inversión y producción.
Es ilusorio pensar que daremos con la piedra filosofal de la agricultura que nos permita mantener una postura de liderazgo en los mercados a largo plazo. Los tiempos de los cambios lentos no son los actuales. Tampoco es una opción realista dejarse arrastrar por el pesimismo y abandonar. ¿Pueden los agricultores convertirse en agentes relevantes desde el punto de vista de los flujos de información en el mercado? Es complicado, pero es posible. Por un lado, la genómica se ha desarrollado a unos niveles en los que es posible acelerar el desarrollo de semillas con características “a la carta” en tiempos y con inversiones más cortas que hace unos años. Es, por tanto, posible que los agricultores (y sus agrupaciones) puedan invertir en el desarrollo del producto, recuperando parte de la libertad perdida ante las empresas de semillas. Por otro lado, es imprescindible recuperar el contacto con los mercados finales. Es crucial conocer a nuestros consumidores: cómo y cuándo compran, en qué formatos, cómo consumen nuestros productos. Este paso es más complicado, por cuanto es una de las bases en las que se sustenta el poder de la gran distribución. Pero, como hemos dicho más arriba, actualmente, España es un elemento imprescindible para completar los suministros de estas grandes cadenas. Tenemos la obligación de obtener un tránsito de información fluida a través de las grandes cadenas. Un reciente informe de la Comisión Nacional de la Competencia pone el dedo en la llaga de algunas de las prácticas de estas empresas que atentan, presumiblemente, contra la libre competencia. Una de ellas es la falta de contratos formales. Tal vez sea el momento de exigirlos e incluir en ellos alguna contraprestación informativa. También es posible alcanzar al consumidor final directamente, bien a través de tiendas propias como de la venta directa por Internet. Cierto que el primero de los sistemas se enfrenta a unos problemas de inversión y gestión que quedan lejos del paquete de experiencias de los agricultores; y que el segundo es mucho más complejo de lo que a simple vista parece. En cualquier caso, es vital hacerse con la información.
Es posible que las tecnologías de la información se transformen a lo largo del tiempo. Puede que los adelantos en la nanotecnología y en la computación cuántica permitan la ubicuidad de las redes a niveles más extremos que los actuales. Puede que nuestras estructuras sociales se transformen aún más. Pero hay algo que difícilmente cambiará. Los más de 7.000 millones de habitantes de este planeta necesitarán alimentarse a diario. Y en la base de esa certeza seguirá la agricultura. Es seguro que habrá negocio; hay que asegurarse que seguiremos en él.
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