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De qué mueren los periódicos

César Rufino
Periodista

La estrategia suicida de los periódicos de regalar hoy en internet lo que mañana cobrarán en los quioscos (pero basando sus ingresos publicitarios en lo segundo) sigue cobrándose víctimas, como es natural. Esto habría podido preverlo hasta un economista. Como dijera Cervantes en los baños de Argel, hay que ser gilipollas. Pero no se preocupe usted, que todo es estratégico: en las redacciones, la orquesta sigue interpretando valses de Strauss para una pista cada vez más vacía e inclinada por la que ruedan sueltas las perlas. La actitud de los grandes pontífices del periodismo, en sus misas cantadas televisadas, cuando se preguntan pomposa y retóricamente en qué estamos fallando (para responderse de inmediato que no estamos fallando, por Dios: que es que están mutando los hábitos de lectura), me recuerda a los tiranuelos esos que pegan el puñetazo en la mesa mientras los rebeldes callejean ya sin piedad ni oposición por los suburbios de la capital. Esa tozuda incapacidad para taponar la hemorragia está haciendo especialmente esperpéntico el final de los periódicos impresos. Qué pena morir de una forma tan cutre. Por cierto: ojalá todos los que lucen lazos de duelo para pasearse por Facebook cada vez que un periódico enferma fuesen a comprarlo todas las mañanas.

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Anoche me dijo la señora Graham (misteriosa protagonista de una preciosa novela de Anne Brontë, La inquilina de Wildfell Hall) una cosa impresionante: “Las sonrisas y las lágrimas son iguales para mí; ninguna de las dos expresan sentimientos determinados: a veces lloro cuando soy feliz y sonrío cuando estoy triste.” Espero que las emociones bien escritas no tengan derechos de autor. Porque esa es exactamente la risa que me entra cuando, ante el cuerpo aún caliente de los periódicos de pago, asisto no al fortalecimiento de la prensa digital (otra que está a la espera de los santos óleos), sino a la eclosión de un populismo de pegatina que, aprovechando la proverbial indefensión de la gente sensible y civilizada (la paciente triste mayoría), y en lugar de haber ayudado a crear un estado de reflexión suficiente para que un país con más de cinco millones de parados no le diese el Gobierno a la derecha, ha tomado la plaza pública y está decapitando a todo el que lleve sobre su calva la ducal peluca de una idea. Esa plebe infecta y entripada, que hace veinte años estaba de sujetapuertas en la nocturnidad de los arrabales portuarios, ha tomado la iniciativa de la comunicación en las redes sociales y demás. La consigna en vez del pensamiento, la demagogia en vez de la democracia, y de este modo opinan de incógnito en diarios que no compran y se pasan unos a otros los recortes que les parecen más suculentos, como despojos sin masticar de lo que otrora fue un pensamiento vivo. Pues nada, a cambiar el mundo. La culpa es de los periódicos: no haberos suicidado.

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