David Uclés
Director del Instituto de Estudios de Fundación Cajamar
Hay sólo una docena de kilómetros entre el extremo más al sur de la Península Ibérica y la costa marroquí. Nuestras historias se han estado entremezclando desde tiempo inmemorial y hemos formado parte del mismo imperio en varias ocasiones. Es posiblemente por eso que, al margen de las diferencias religioso-culturales, los recelos entre ambos sean tan grandes. Por otro lado, las diferencias de renta entre España y Marruecos hacen que la nuestra sea una de las fronteras más desiguales del mundo (la séptima en 2004). Pero las diferencias no se quedan simplemente en el orden de la renta per cápita sino que se adentran en el sistema institucional, en la panoplia de servicios públicos y en los niveles de democracia de ambas sociedades.
La economía marroquí se ha especializado en la agricultura de exportación, y la mayor parte de sus ventas internacionales son producciones agrarias sin manipulación: cítricos, aceitunas, hortalizas… Por lo tanto, la base de un desarme arancelario con la Europa industrializada del Norte forzosamente pasa por una mayor apertura de la frontera comunitaria a sus producciones de exportación a cambio de la entrada de bienes industriales en el reino alauí. En ese juego geoeconómico, los productores europeos se encuentran entre la espada y la pared. Las diferencias de renta y de tejido institucional se traducen en una gran diferencia de costes de mano de obra entre un lado y otro del Mediterráneo, incidiendo en una mayor competitividad de los productos africanos. También por eso, los productores europeos ven con preocupación la apertura de fronteras agrarias de la Unión, ya que ésta pone en entredicho su medio de vida, ya de por sí muy afectado por la crisis y las transformaciones habidas en la cadena de valor agroalimentaria.
La teoría económica y la práctica de las últimas décadas ponen de manifiesto que o Marruecos nos exporta productos agrarios para mejorar su renta o nos seguirá exportando personas. O, en el peor de los casos, nos exportará problemas relacionados con las diferencias sociales, o con movimientos extremistas de índole religiosa o política, fruto de las contradicciones internas del régimen. Frente a este panorama, Europa lleva años enrocada en el cambio de su sistema de protección agraria (la PAC), uno de los tradicionales escollos en las negociaciones multilaterales, junto con el de EEUU (dicho sea de paso).
Las tendencias actuales hacia la globalización y los deseos europeos de tener unos vecinos al Sur estables y pacíficos no dejan lugar a la duda. A la larga, las fronteras agrarias con Marruecos irán cayendo. Desde el lado europeo, por otra parte, no podemos decir que esta tendencia de largo plazo nos coge de sorpresa. Se veía venir desde hace años y las últimas actualizaciones del tratado con Marruecos dejaban meridianamente claro por dónde iba a transcurrir el futuro. Nadie puede decir que no se lo esperaba.
Si finalmente el acuerdo se firma y se permite la entrada sin limitaciones cuantitativas de las producciones de nuestro vecino, el shock para el campo europeo será tremendo. En el caso de España, los productores de hortícolas de Andalucía y el Mediterráneo se verán enfrentados a un escenario aún más desfavorable que el que tienen actualmente, en un momento coyuntural complicado para aplicar medidas que requieran procesos de inversión (y, por tanto, acceder a nueva financiación). Los efectos sobre el mercado de trabajo tampoco serán neutros ya que, aunque el sector agroalimentario ha logrado resistir con cierta compostura los envites de la crisis, el ajuste a corto plazo aumentaría la nómina de parados en España y, por consiguiente, los costes sociales para el Estado.
En el caso de Almería, un cambio de esta magnitud posiblemente aceleraría la transformación que se está produciendo desde hace años, en virtud de la cual las pequeñas explotaciones de carácter familiar están dejando su lugar a unidades de trabajo mayores, en las que la distribución de beneficios se realiza a través del reparto de dividendos. Es decir, la característica fundacional del sistema, de un amplio y uniforme impacto social, dejará paso a otra más basada en el capital, en el que las ganancias de dimensión en pos de la eficiencia y la competitividad se convertirán en los vectores para garantizar la supervivencia. Los precios reales de las producciones hortícolas han seguido una tendencia decreciente que sólo ha podido ser compensada en Almería con el aumento de la superficie cultivada y la mejora de los rendimientos físicos (véanse los sucesivos Análisis de Campaña de la Fundación Cajamar). Esa tendencia se vería gravemente afectada por la concurrencia de las producciones marroquíes.
También es cierto que la capacidad de resistencia y resiliencia de Almería no depende sólo de la estructura de costes individual de cada agricultor. La concentración de hectáreas y de años ha dado lugar al surgimiento de un verdadero sistema productivo local (véase al respecto la última entrega de los Cuadernos de Economía Agroalimentaria de la Fundación Cajamar, de julio de 2011), que permite a los productores almerienses disfrutar de ciertas ventajas como la existencia de una red de transmisión de conocimientos muy eficiente, o la de tener una capacidad de respuesta y adaptación que fue puesta a prueba la última vez durante la crisis de los pimientos en Alemania y la consiguiente transformación de la mayor parte del campo al control biológico. Esas ventajas permitirían mantener una cierta capacidad de respuesta y evitarían con casi total seguridad la desaparición de las producciones almerienses. Pero también es casi seguro que no podrían evitar una reducción de las mismas a corto plazo.
Es decir, en la parte de la ecuación española tendríamos menos producción, transformación de la estructura productiva familiar en otra de mayor dimensión y menores efectos de distribución de renta. Pero, ¿y del otro lado? ¿Cómo quedaría la ecuación? El Gobierno marroquí es consciente de la importancia de la agricultura para la economía de su país. Por eso ha emprendido algunos proyectos que les permitirán ampliar su superficie de regadío, como el conocido plan Maroc Vert. En principio, las ganancias permitirían reducir la pobreza, ofrecer posibilidades a sus jóvenes y elevar el nivel de renta. Sin embargo, las evidencias de las que disponemos actualmente no parecen señalar que eso se haya producido. La historia de progresiva liberalización de los mercados agrarios no es nueva y, si bien el aumento de las hectáreas en producción sí que ha sido notorio, no se han constatado una mejora de los índices de pobreza o de vulnerabilidad en las regiones productoras (véase informe de Los Verdes Europeos al Europarlamento o este trabajo), que se han mantenido o incluso ampliado. Dicho de otra forma, es muy posible que la estructura del sector, el entramado institucional y el político no estén permitiendo una redistribución de las ganancias algo más homogénea.
El Parlamento europeo tendría que tener en cuenta todos esos factores; no siempre la teoría se cumple y, aunque no podemos negar que la mejora de las condiciones de entrada de los productos marroquíes en los mercados europeos tiene mucho de buena voluntad con el vecino, no es menos cierto que si esta apertura no va acompañada de cambios importantes en el tejido institucional del país, podríamos estar alimentando nuevos agravios en una sociedad ya de por sí muy tensionada.
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