Emilio Ruiz
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Si yo tuviera actitudes de ministro –obvio es que no las tengo, entre otras razones porque desconozco cuáles son; vistos algunos casos, incluso dudo que existan-, si las tuviera, digo, lo menos que desearía ser es ministro de Trabajo. Invito al lector a que haga un recorrido mental por la idiosincrasia de todos y cada uno de los ministros de trabajo que hemos tenido en los últimos tiempos. Verá que son seres de otra especie, que están hecho de otra madera. Recordémoslos por un instante. Celestino Corbacho. Jamás en mi vida he sentido tanta solidaridad con otra persona como cuando este hombre anunciaba las cifras del paro. Convertía el acto en un poema; en una tragedia, más bien. Después vino Valeriano Gómez. Qué caso: Zapatero lo llevó directamente al Ministerio de Trabajo desde una concentración en la Puerta del Sol para protestar por su reforma laboral. El primer encargo del presidente fue que defendiera la reforma con uñas y dientes, y lo hizo con esmero. Cuando los periodistas le preguntaron si no había cierta contradicción en sus actuaciones, tan pancho contestó: “¡Qué va, si yo estaba allí en solidaridad con los sindicatos, pero nada más!”.
Y ahora tenemos a Fátima Báñez. Adoro a esta mujer. Quedé prendado de ella la noche de las elecciones andaluzas. Mientras sus compañeros del PP mostraban unos enormes caretos, ella, eufórica, no paraba de bailar. “Eso es”, me dijo un colega, “porque se ve sucesora”. No es cierto. El mismo semblante se lo hemos visto en otros momentos delicados. El viernes, sin ir más lejos, cuando anunció los 5,6 millones de parados sólo le faltó añadir: ¡Hurra! Es que la señora es así, como así eran los señores. De otra calaña. Ministros de trabajo.
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