Miguel Cárceles
Periodista
Bordeo los treinta años. Y desde que tengo uso de razón, siendo un pequeñajo, el soterramiento ya era el ilusionante proyecto que iba a cambiar Almería. Esa gran obra que, junto a la Rambla, iba a convertir esta ciudad provinciana y cada vez más capital en una urbe digna de envidia. Las vías ya no serían esa ferramenta que distinguiera a los almerienses en dos: los que viven ‘más pacá’ del tren y los que viven ‘más pallá’. Y además, iba a permitir mantener en pie y en uso uno de los edificios que más me gusta observar y que, cada vez que he vivido fuera de Almería, más he echado de menos: la estación antigua.
Ayer, al oír de los representantes ciudadanos que el soterramiento ira inviable, aunque le sumaran la coletilla de “por el momento”, no pude hacer otra cosa que pensar en aquellos miles de almerienses que, como yo, desde bien pequeños, habían observado el soterramiento como ese proyecto ilusionante que hiciera pasar a Almería de capital de provincias a gran ciudad.
No seré yo quien culpe a unos y exculpe a otros. Aquí todos están en el ajo. En treinta años ha habido decenas de gobiernos, de un color y de otro, que han tenido la oportunidad de meter la piqueta sobre la playa de vías de la estación de Almería. Ahora no hay un duro, pero ha habido épocas en las que la ‘pasta’ daba hasta para construir aeropuertos sin apenas uso. Y en cambio, el proyecto de Almería siempre estuvo ahí, en el cajón. A la espera.
En estos últimos tiempos he escuchado a varias personas cuyo intelecto envidio hablar de lo absurdo que supone ponerse melancólico y creerse el centro de los males. Pensar que en cualquier ciudad o a cualquier persona las cosas les van mejor que a nosotros. En Almería, es una actitud que se ha convertido en ‘deporte nacional’. Y no lo voy a hacer. Realmente a ningún almeriense le va a suponer mucho problema tener que trasladarse a El Puche -si al final se opta por esta solución- a coger el tren en lugar de hacerlo junto al Toblerone. Por suerte Almería no es Manhattan. Pero lo que sí voy a hacer es lanzar el reproche que, estoy seguro, mañana escucharé a algún urbanita en penitencia en la barra de algún bar cuando vaya a tomarme un café: “para esto no hacían falta treinta años”.
(Ideal)
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