Jesús Muyor Rodríguez
Profesor del Grado en Trabajo Social de la Universidad de Almería
Déficit público, gasto o deuda son algunas de las palabras que construyen la realidad de una crisis. Pero, ¿cuál es el valor de la crisis? Vivimos en un mundo donde parece que lo importante, y urgente, es reducir las deudas de las Administraciones Públicas aunque eso signifique aumentar las deudas de la ciudadanía. Nos intentan convencer que la Administración nos proporcionó unos bienes que nosotros hemos derrochado y ahora debemos de pagar por lo bien que hemos vivido años atrás. Haciéndonos responsables del gasto y culpables de la deuda. Responsables, años atrás, de trabajar para vivir, y, ahora, responsables de intentar sobrevivir.
Se adoptan medidas y recortes que gestionan la miseria de la manera más ruin. Familias destrozadas que no encuentran trabajo, jóvenes que no ven un futuro laboral y deciden continuar estudiando para maquillar un presente. Por si fuera poco, se suben las tasas de matrícula universitaria con la excusa del ahorro y la recaudación. Y otra vez, a costa del dinero de la ciudadanía. Con esto, no sé si se pretende que la gente no estudie, aprenda y reflexione. Puede que, haciendo las cosas así, no interese una ciudadanía empoderada. Y digo esto, no porque la universidad te proporciona exclusivamente esos elementos, sino porque estas medidas penalizarán a las personas que suspendan. Y no hay que ser muy ducho para saber que una situación social desfavorable limita las posibilidades de aprobar. Personas con problemáticas sociales, grupos más vulnerables a la exclusión sufrirán en mayor medida por la subida del precio de la matrícula y, además, por no disponer de apoyos y ajustes necesarios, que violan sus derechos, se les castigará por no alcanzar las exigencias atribuidas a la normalidad. Claro que tampoco podría convenir que quien más está sufriendo los efectos de los recortes llegue algún día a puestos de decisión. Pero por si esto ocurre, por si aparece algún superhéroe que logra derribar todos los obstáculos puestos en el camino y consigue estudiar, el Gobierno se ha ocupado de penalizar a los docentes universitarios que se dedican a la docencia. Justifican que el “profesor” también debe investigar más. ¿Investigar con qué medios? Si desde años atrás se está sufriendo recortes en I+D. Y ¿quién vuelve a sufrir la decadencia disciplinaria? Otra vez el alumnado, esa ciudadanía a la que se le pide un gran esfuerzo en medio de especulación y cacerías.
Y si la gente intenta salir a la calle y rebelarse para que la justicia de unos pocos no acabe con la justicia de todos, se criminaliza la protesta. Otra vez más, intentando silenciar la voz incómoda, la voz de la verdad, la voz ciudadana. Pero claro, “qué fácil es hablar de igualdad cuando la desigualdad la sufren otros”. ¿Entonces? El fondo del problema es sanear las cuentas. Sanear cuentas cerrando hospitales, negando la asistencia sanitaria a población inmigrante, recortando derechos a las personas con enfermedades crónicas o con discapacidad. Todo ello mediante un real decreto de “ahorro sanitario”. Así dicen que podremos garantizar la sostenibilidad del sistema Nacional de Salud. ¿Y quién sostiene a esas personas?
El valor de las cosas: Para tus cuentas conmigo no cuentes. Cuánto vale un recuerdo, qué vale una sonrisa, cuánto vale un sentimiento de felicidad, qué vale un abrazo, qué vale la justicia social, cuánto vale una vida digna. No hay vida digna sin un acceso a la educación, no hay vida digna sin una igualdad de oportunidades, no hay vida digna sin los ajustes y apoyos necesarios para las personas más vulnerables, no hay vida digna mientras no sea digna la vida de otras personas.
No todo se puede comprar, ni mucho menos el tiempo que no se puede recuperar. Estamos en el momento en el que nos toca vivir. Debemos tomar conciencia de lo que vale nuestra vida, aspecto que, por desgracia, no ha calado ni en el debate político, ni en la opinión pública. Ahora, no es cuestión de poner precio, sino de valor, de coraje, de valentía. Del valor de elegir, de defender lo que uno cree, de luchar por un mundo mejor, de indignarse. La indignación no es rebeldía, es reflexión. La indignación no es hacer y luego pensar sino pensar para hacer, para actuar y transformar. La indignación es una forma de respirar libertad en un mundo donde ahogan las cadenas de la injusticia social. Unos estamos indignados, comprometidos e incluso hartos. Hartos de no poder controlar nuestra vida, de ser obligados a contribuir al rescate del que más tiene como si fuera el que más vale.
¡Cuánta hipocresía! Somos muchos, y sobradamente preparados, para intervenir colectivamente en los asuntos con voluntad de transformar la sociedad. Porque, aunque sí sea el mundo donde tendremos que morir, no es el mundo en el que queremos vivir.
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