Manuel León
Redactor-Jefe de La Voz de Almería
Era el hombre tranquilo, aunque no tan fuerte como John Wayne. Se le podía ver por las calles de Vera, paseando con su bigotillo perenne y su retranca de estar curado de espanto. José Salas Bolea, que se acaba de ir con 74 años, hablaba despacio, como caminaba, sin alzar la voz, pero siempre con perspicacia, con una reflexión afilada. Fue alcalde de Vera durante ocho años, la vertiginosa década de los 70 fue suya, tuvo el mando en plaza y contribuyó con entusiasmo al desarrollo del primer turismo de Vera: aquellas primeras ilusiones que vinieron con los belgas de Puerto Rey, con el camping de Las Palmeras, con el germen de aquellos grandes proyectos como el de la Ciudad del Ocio que alumbró después César Martín Cuadrado.
Planificó un pueblo que empezaba a adquirir notoriedad como lugar de vacaciones, de veraneo, en su extenso playazo, más allá de sus naranjas y de su posición de centro administrativo y judicial de la comarca y toda su tradición gremial de viejos comerciantes. En 1971 tomó la vara de mando de una Casa Consistorial de rancia historia, de manos de Manuel García del Aguila y en presencia del Gobernador Civil, Mena de la Cruz. Cuentan las crónicas que Vera aparecía ese día engalanada con colgaduras y con la presencia en la toma de investidura del cura párroco don Juan Fernández Marín, el juez de instrucción Luis Figueiras Dacal, notario, José Lucas Fernández y otras autoridades.
Desde el primer día se puso manos a la obra con los proyectos de ampliación del Grupo Escolar, la construcción de las 80 viviendas de carácter social o el apoyo al Trasvase al Almanzora. Fue también uno de los alcaldes que más se obsesionaron con la mejora del alumbrado público, sobre todo en las cuatro entradas a la población. Fue un edil con aspiraciones, no se quedaba con lo puesto, siempre miró adelante con ambiciones, consciente del protagonismo histórico que siempre tuvo su municipio.
Departía en la prensa con el corresponsal de La Voz y recordado maestro, Juan Miguel Núñez y no paraba de trazar planes, de hacer brotar soluciones para problemas enquistados: hablaba de la creación de un parque infantil en las cercanías del Hospital, de la ejecución de la carretera de la costa, de las mejoras en el cementerio. Alumbró el premio cultural Montoro-Betes, con el apoyo del Padre Tapia, para homenajear al querido veratense de adopción, Francisco Montoro, registrador de la propiedad; dio honores a Cleofás Beltrán Silvente, emprendedor veratense en Brasil, cuando regresó a su pueblo. Cuando dejó la alcaldía, no dejó de colaborar en iniciativas culturales vecinales como la de la recuperación del Convento de La Victoria y las pinturas de la Casa Consistorial y no fue ajeno al dolor de tener que ver enterrar a un hijo.
Lo recuerdo ahora en su despacho de las Terrazas de Garrucha o pasando buenos momentos, entre vasos de vino y guitarras, en la cueva de Joaquín el Lobo, en Los Gallardos, junto a sus amigos Ezequiel Navarrete y José Antonio Ruiz, charlando sobre temas de la comarca del Levante almeriense, con el punto de retranca inteligente que siempre tuvo.
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