Almería, entre escombros


Pedro García Cazorla
La Voz de Almería

En la explanada que queda a los pies de la Alcazaba de Almería hacia levante, y que hoy sirve de aparcamiento para los visitantes del monumento más señero de nuestra ciudad, se viene acumulando desde hace años toneladas de escombros; cascotes de obras, residuos vegetales y otros desechos que crean una estampa mugrienta e insana, un anillo o mejor la cuerda de una horca, que circunda al recinto monumental como una desgracia sucia y una dejación injustificable, por la imagen de deterioro vergonzoso que ofrecemos a quienes se acercan hasta allí.

Basura en las inmediaciones
de la Alcazaba
Las exclamaciones como “qué ciudad más guarra, no he visto nada igual en mi vida”, “parece mentira que haya tanta mierda al lado de un sito tan importante”, “da asco y se deprime uno nada más ver esto”…. se repiten sin descanso. Omito otras más gruesas, pero igualmente ciertas. Y  a saber que dirán los turistas de otras latitudes, menos expresivos, aunque algunos ya se les nota el gesto torcido y la sorpresa o repulsión que tanta inmundicia provoca.

La carta de presentación de nuestros propósitos turísticos, si es que existe, no puede aceptar este lamparón, esta mancha de pura excrecencia y esta guarrada consentida desde hace ya demasiado tiempo. Esa escombrera demencial prefigura la postal indeseable, el vómito agrio y descompuesto que deberíamos esconder como la peor de nuestras miserias, pero que exhibimos con una desvergüenza complaciente y despreocupada. Es una inconsciencia animal, algo parecido al regocijo de los cerdos cuando chapotean en su pocilga entre los excrementos.

La suciedad es una ulceración que enferma y degrada la vida de cualquier ciudad. No importa tanto detenerse a pensar cómo nos miran, sino saber hasta donde somos capaces de llegar en el odio y el maltrato, en esta relación malsana con nuestra tierra, con nuestras calles. ¿Qué nos hace acarrear con esta cruz, acrecentar este estigma pérfido y homicida por el cual la apuñalamos con saña? Su inocencia indefensa debe de habernos maldecido.

Esta deriva ponzoñosa ha de ser zanjada de inmediato con la limpieza. Pero una vez concluida tendrá que sanearse la herida que sobre nuestra responsabilidad se ha propagado. La primera de la curas corresponde a los desaprensivos, a los autores, a esas manos que arrojan, que son como las manos que maltratan y golpean,  que no deberían sentirse impunes. Pero la segunda cura ha de inyectar una vacuna contra el abandono y la desidia, males endémicos de la instituciones almerienses, que deberían haber reaccionado con prontitud y no dejar que sus competencias, municipales o autonómicas, se fueran sepultando, envueltas en una mortaja urdida entre la pasividad  y la costumbre obscena de echarse la culpa los unos a los otros.

Para los restantes: observadores ácidos, espectadores remilgados, narradores de una fatiga milenaria, sabios del ágora y escépticos desmitificadores. Recae otro tipo de responsabilidad, la del silencio, inductor y cómplice que posibilita el suceso pueril, su repetición odiosa en otras partes. Recordad el olor del espigón de los gatos, la nauseabunda atmósfera del géiser al final de la rambla, algunos tramos de Río Andarax saturados de basura o los pavimentos porosos con chicles incrustados a prueba de espátula.

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