David Uclés
Director del Instituto de Estudios de Fundación Cajamar
Sí, se sale, se sale del mapa en términos de paro. Durante años Almería supuso un ejemplo para el resto de Andalucía y para el conjunto de España: se podía estar en la comunidad andaluza y no presentar tasas que doblaran las nacionales. Almería se homologaba con la media estatal y, en ocasiones, hasta se situaba por debajo. Pero llegó la crisis... Y todo cambió. Como ya he comentado en otra ocasión, llama la atención que Almería haya cambiado su perfil de comportamiento en términos de paro. Hemos dejado de seguir la media española para ponernos por encima de la andaluza. El hecho es que pasamos de marcar la tendencia del país a irnos muy por encima. Las razones no son sencillas ni únicas.
Entre el conjunto de razones que podemos aducir a este fenómeno creo que hay dos que son centrales y complementarias: el cambio de modelo de crecimiento y la expansión de la población activa que éste impulsó. En algún momento de la década de 2000 nuestro modelo de desarrollo cambió drásticamente. No nos dimos demasiada cuenta porque las tendencias de fondo permanecieron, pero después de tremendo incremento de producción y actividad de la agricultura y su entramado auxiliar en la segunda mitad de los 90, quedaba ya poco combustible para seguir presentando unos datos positivos. Las tendencias a las que me refiero fueron diversas: el incremento continuado de renta, la absorción de contingentes crecientes de trabajadores extranjeros, la reducción de las tasas de paro o el aumento continuado del crecimiento del crédito en nuestra economía.
Como digo, el modelo cambió, pero las tendencias continuaron. Incluso se acentuaron. El protagonismo económico pasó a la construcción. Una actividad que crea mucho empleo y no necesariamente cualificado, de forma que Almería podía seguir importando mano de obra a ritmos crecientes. Asimismo, la burbuja inmobiliaria que azotó al país, junto con una coyuntura irrepetible de tipos de interés bajos hizo que nuestra sociedad se emborrachara de crédito, aunque ahora se dirigía mayoritariamente a las hipotecas, endeudando a las familias y no tanto a la inversión en bienes de equipo.
La demanda de vivienda parecía infinita. Todo el mundo descubrió que podía hacerse rico en el sector y surgieron una plétora de inversores en inmuebles, de promotores, y de gestores inmobiliarios para dar servicios a todos. Nos pusimos a construir como si no hubiera un mañana. Las administraciones, sobre todo los ayuntamientos, mareadas por los nuevos ingresos que llegaban a sus arcas inflaron sus propias burbujas de servicios y de nuevas empresas municipales, aumentando de forma estructural sus gastos sin caer en la cuenta de que los ingresos extraordinarios eran coyunturales.
Nuestra población activa creció en la década de 2000 (medida entre el primer trimestre de 2010 y el mismo de 2000) en 164 mil personas, una cifra asombrosa, si la ponemos en relación con la propia población almeriense del inicio de la década y, sobre todo, si la comparamos con la variación sufrida en la década anterior, en la que el protagonismo había sido de la agricultura: 46 mil personas. Es decir, en la década de la construcción la población activa de la provincia (personas en edad de trabajar que bien tienen empleo o bien lo buscan) mejoró el registro de la década anterior en un ¡257 %!
Entre el conjunto de razones que podemos aducir a este fenómeno creo que hay dos que son centrales y complementarias: el cambio de modelo de crecimiento y la expansión de la población activa que éste impulsó. En algún momento de la década de 2000 nuestro modelo de desarrollo cambió drásticamente. No nos dimos demasiada cuenta porque las tendencias de fondo permanecieron, pero después de tremendo incremento de producción y actividad de la agricultura y su entramado auxiliar en la segunda mitad de los 90, quedaba ya poco combustible para seguir presentando unos datos positivos. Las tendencias a las que me refiero fueron diversas: el incremento continuado de renta, la absorción de contingentes crecientes de trabajadores extranjeros, la reducción de las tasas de paro o el aumento continuado del crecimiento del crédito en nuestra economía.
Como digo, el modelo cambió, pero las tendencias continuaron. Incluso se acentuaron. El protagonismo económico pasó a la construcción. Una actividad que crea mucho empleo y no necesariamente cualificado, de forma que Almería podía seguir importando mano de obra a ritmos crecientes. Asimismo, la burbuja inmobiliaria que azotó al país, junto con una coyuntura irrepetible de tipos de interés bajos hizo que nuestra sociedad se emborrachara de crédito, aunque ahora se dirigía mayoritariamente a las hipotecas, endeudando a las familias y no tanto a la inversión en bienes de equipo.
La demanda de vivienda parecía infinita. Todo el mundo descubrió que podía hacerse rico en el sector y surgieron una plétora de inversores en inmuebles, de promotores, y de gestores inmobiliarios para dar servicios a todos. Nos pusimos a construir como si no hubiera un mañana. Las administraciones, sobre todo los ayuntamientos, mareadas por los nuevos ingresos que llegaban a sus arcas inflaron sus propias burbujas de servicios y de nuevas empresas municipales, aumentando de forma estructural sus gastos sin caer en la cuenta de que los ingresos extraordinarios eran coyunturales.
Nuestra población activa creció en la década de 2000 (medida entre el primer trimestre de 2010 y el mismo de 2000) en 164 mil personas, una cifra asombrosa, si la ponemos en relación con la propia población almeriense del inicio de la década y, sobre todo, si la comparamos con la variación sufrida en la década anterior, en la que el protagonismo había sido de la agricultura: 46 mil personas. Es decir, en la década de la construcción la población activa de la provincia (personas en edad de trabajar que bien tienen empleo o bien lo buscan) mejoró el registro de la década anterior en un ¡257 %!
Pero, como se empeñaba en enseñarnos Galbraith, todas las burbujas terminan estallando, y las nuestras también lo hicieron. Y desgraciadamente lo hicieron coincidiendo con la mayor crisis financiera mundial desde el fatídico crash del 29. O sea, la tormenta perfecta para la economía española, una tormenta cuyo tratamiento seguramente hubiera requerido un pacto de Estado para marcar la hoja de ruta, las reformas ineludibles y las líneas rojas que no se cruzarían.
En medio del caos general, en Almería donde la construcción llegó a ocupar al 20% de los trabajadores –sin contar con los servicios auxiliares (entre los que se cuentan los financieros) y la fabricación de materiales de construcción (en Almería tenemos abundancia de áridos y mármoles)– el impacto fue brutal. Posiblemente, el resultado de tener en cuenta tanto el empleo directo como el indirecto sumaría al menos de 5 a 10 puntos al dato. Casi todo ese empleo hoy no encuentra en qué ocupar su talento.
La mala noticia es que no hay financiación, las familias están en pleno proceso de desendeudamiento (muchas de ellas de forma traumática) y, mientras, no hay una demanda externa en expansión que pueda compensar la pérdida de la interna. No parece que haya ni que se vislumbren alternativas. Por primera vez en 50 años volvemos a ser excedentarios en mano de obra. El ajuste, o la mayor parte del ajuste, debemos hacerlo exportando trabajadores.
La buena noticia es que la base del crecimiento almeriense a mediados del siglo XX fue la agricultura, y ésta sigue viva y que, de la misma forma que anteriormente estábamos sumidos en una burbuja que no nos dejaba ver los peligros (o los menospreciábamos cuando alguien alzaba la voz), creo que ahora nos encontramos en una nueva burbuja, de pesimismo, que no nos deja traslucir nada positivo. Posiblemente no tengamos que volver a ver un éxodo tan intenso como el de la primera mitad del siglo XX y, seguramente, muchos de los que ahora se tengan que marchar podrán regresar en no demasiado tiempo, con nuevas ideas y conocimientos que nos ayuden a volver a rentabilizar las buenas inversiones que también se hicieron.
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