Pueblo Laguna: días de angustia, días de épica

Manuel León  
Redactor-Jefe de La Voz de Almería  

Nada volverá a ser como antes: a Antonio el de Las Buganvillas, turrero, se le ha arruinado un floreciente restaurante a pie de playa; a Paco Visiedo, garruchero, se le ha truncado su próspero negocio de menús caseros; el Bar Dolar, que fuera del hijo de Eduardo Fajado, ha quedado derruido como la Roma de Nerón, igual que el pub Millonaire, un templo de copas para corazones solitarios; o las pistas de tenis enfangadas y las piscinas anegadas de limo y raíces; y los chalets de cardiólogos y abogados madrileños arrasados por un tsunami de fango y cañas fabricado por una maldita nube negra como la brea. Nada volverá a ser igual en Pueblo Laguna, la Zona Cero de la tragedia levantina, barruntada desde primeras horas del pasado 28 de septiembre, día de San Judas en el Santoral católico.

Pueblo Laguna, ayer
No había caracolas que hacer zumbar como antaño, pero sí alertas meteorológicas que no se tuvieron en cuenta con la suficiente seriedad: “Te equivocas más que el hombre del tiempo”, se suele decir. Pero esta vez sí vino el lobo en forma de torrentera que cayó como un mar de lava mojada sobre La Seca de Sotomayor.

No vive ya el poeta cuevano para hacer sonar su lira más triste: ni en sus más atribulados sonetos aparece verbalizado tamaño caudal de agua recorriendo, como Fernando Alonso, los secos cauces, los áridos caballones del Almanzora, del río Antas y el Aguas, desde las cumbres violáceas de Almagrera y de Cabrera.  Ya casi no hay mieses que dorar con este agua indómita y homicida, solo la estéril indignación de urbanitas en que nos hemos convertido; ya no hay ancianos patriarcas con los rostros surcados de sudor que intuyeran esta desgracia y que se santigüen la frente; ya no hay viejos labradores que con el agua por la cintura hagan la toma en la boquera para evitar hacer “de los campos una calavera, de los cauces una sepultura”.

Parecía, hasta el viernes pasado, como que ese agua fulminante, en fin, no fuera ya de este mundo, como que las riadas fueran páginas amarillentas de aquellas historias que nos contaban nuestros abuelos, de la época de Noé y su arca. Pero no ha sido (lo de esta semana) una de aquellas películas americanas de catástrofes (Poseidón, Terremoto, El Coloso en Llamas) tan en boga a finales de los 70. Ha sido real (no un telefilm) para Javier Núñez Albarracín, un garruchero que ha perdido a su mujer bajo la ciénaga; no ha sido un sueño para Martín, el de Setesur, que ha visto anegado su centro de telecomunicaciones y 300 apartamentos de la comunidad que preside en Las Buganvillas.

No ha sido un sueño para los deudos del anciano británico que le estalló la aorta del susto, recién rescatado de esa especie de diluvio universal en que se convirtió, en lo que dura un partido de fútbol, el litoral del Levante almeriense; ni para los familiares del matrimonio de Aguilas, que quedaron atrapados en el sudario de su propio vehículo, tras recolectar higos en Guazamara.

Pueblo Laguna, ayer
Cuentan los pergaminos que hubo un terremoto por estos lares en 1518 que destrozó las fortalezas de Vera y Mojácar y después hubo avenidas devastadoras en el XIX cuando aún los ríos, sin encauzamientos, arrasaban con todo lo que se cruzara en su camino.

 Pero ahora -en el siglo del silicio, de Google, de Facebook- la comarca ha construido autovías y autopistas, ha realizado edificios y obras singulares, ha edificado urbanizaciones de lujo con campos de golf y viviendas domóticas. Pero, a quien le corresponda, sigue sin darse cuenta de que Pueblo Laguna puede ser cualquier cosa menos un pueblo.

Meandros de tinta han corrido sobre El Algarrobico para derribarlo por su fealdad inofensiva, pero pocos han advertido de la peligrosidad de la belleza, en una urbanización paradisiaca entre patos y nenúfares.

La semana ha sido larga para todos en el Levante almeriense, ese territorio casi tan cantonal como la  Cartagena de Gálvez, a la vista de la poca atención que se le presta: por mucha Reina, ministros y presidentes que por aquí se han acercado a salpicarse un poco de fango y de lágrimas, cuando el daño ya está hecho. Quizá nadie tiene la culpa por completo. O la tenemos todos en porciones, como los quesitos del Caserío. La semana ya se ha ido: a partir de mañana, la Reina seguirá en Zarzuela con sus problemas domésticos, Griñán en su despacho plateado, Mato y Planas con sus quehaceres, los dirigentes provinciales reemprenderán sus agendas con la frialdad del que piensa que la vida no se puede detener y que el tiempo lo borra todo, como una pisada en la arena de la playa.

Pero desaparecerá la caña y el barro  de Blasco Ibáñez, los coches serán retirados y desguazados, las fachadas se pintarán los restaurantes volverán a servir cerveza, el Millonaire volverá a atraer a amantes furtivos. Pero Javier ya no tendrá a Diana y los higos del matrimonio de Aguilas se secarán en el árbol porque ellos están bajo tierra. Nunca, desde esas crecidas legendarias   del XIX, había sucedido algo tan grave entre el Peñón de Macenas y el Pichirichi de Terreros; y nunca tamaña catástrofe comarcana había sido tan documentada con fotografías, vídeos y testimonios directos.

Quedan, entre otros escorzos, los paseos por Pueblo Laguna del presidente Griñán con esas botas de agua de otro tiempo -cuando había tierra y no asfalto- que creíamos desterradas del ajuar doméstico, acompañado de Zoido, de Teruel, del farmacéutico canario metido a alcalde, José Carmelo; queda el alunizaje de la reina en este lunar andaluz que es el Levante almeriense, intentando hacer lo que sabe hacer mejor que nadie: consolar y mitigar con su presencia, en un lugar tan anónimo, el dolor de los que han perdido vidas. Queda la foto de ese santo varón de la Unidad Militar de Emergencias llevando en su cintura a una anciana entre los charcos de agua de la calle Alborada; el rostro de una romaní con un perrillo faldero entre sus manos; quedan las láminas de agua llegando casi hasta el techo de los bungalows y la huída, como en Bosnia-Herzegovina, como en Chernobyl, de cientos de residentes camino del pabellón Blas Infante, donde se habilitaron camas de goma y colchones sobre el parqué, como en un improvisado campamento militar; quedan las miradas perdidas, ausentes, de quien ha sentido el miedo de ver crecer la espuma del agua sobre su osamenta.

Quedan retratos de gente intentando salvar muebles, sillas llevadas en volandas, mesas donde turistas de medio mundo desayunaron rebanadas de pan con aceite de oliva mirando al sol; queda el rostro cierto, seguro de sí mismo, de una voluntaria de la Cruz Roja entre el berenjenal de dolor; queda la media sonrisa dulce de una joven, como ibuprofeno contra el llanto loco; queda también el reflejo del coche fúnebre, del ataúd en Pulpí, y el socorro profesional de José Manuel García Serrano, de Cuevas.

Queda la mirada perdida de un pobre hombre barbado junto a una portería de balonmano, en el polideportivo Blas Infante, el hogar improvisado de cientos de víctimas de la salvaje marabunta de agua turbia; quedan esas calles de Púlpí anegadas en plena feria de San Miguel, con los pulpileños dando saltos, con el agua casi hasta las rodillas.

Quedan los destellos de docenas de autos con matrículas de medio mundo apilados en columnas como si fueran los coches de juguete de un scalextric infantil; queda la imagen de un anciano con un mono azul, manchado de barro con la frente marchita como Gardel y el rostro sosegado de una mujer escotada, engañada por el veranillo esquirol de San Miguel, hablando por el móvil que sostiene con la mano diestra, quizá pidiendo auxilio, mientras la siniestra la apoya en un BMW defenestrado. Quedan los sonidos de los claxon de las ambulancias, de los coches de emergencias del 112, del planear de los helicópteros sobre los cauces; queda el olor a tarquín, a humedad sucia, a podredumbre; queda el color de la ciénaga que describía García Márquez.

Queda, por encima de todo -tiene que quedar a la fuerza- el sentimiento de culpa de quien pudo hacer algo para que esto no ocurriera, para que esto no volviera a ocurrir como ocurrió en el 89, cuando el virgitano Barrionuevo era ministro de Interior.

Y quedan, sobre todo, por encima de todo, cientos de historias humanas, anónimas, estremecedoras, que brotan del hombre cuando más se necesita de la épica, de  la solidaridad, de un brazo que sujete un cuerpo que se va, como viene ocurriendo desde los tiempos de Homero, desde los tiempos de Héctor, desde los tiempos de Aquiles.

No hay comentarios:

Publicar un comentario