Isabel Morillo
Jefa de Andalucía de El Correo de Andalucía
El exinterventor general de la Junta de Andalucía, Manuel Gómez, ha escrito una indignada carta al presidente del Parlamento en la que asegura sentirse agredido por “una caterva de políticos cobardes y sin honor”. El exinterventor, cuyo paso por la comisión de investigación marcó un antes y un después, ha reiterado en numerosas ocasiones que los funcionarios de la Intervención enviaron hasta 15 informes advirtiendo de que las ayudas sociolaborales ahora bajo la lupa de la justicia no estaban sujetas a ningún procedimiento legal. Sus avisos cayeron en saco roto. Los políticos destinatarios de esos informes durante una década, que ni vieron, ni oyeron, ni dijeron nada, se escudan en que no se emitió el famoso informe de actuación, de más gravedad. Es difícil precisar si procedía o no tal informe, la ley es, en este punto, algo ambigua. Ojalá se hubiera redactado porque entonces hoy la historia sería otra. En cualquier caso y por sentido común, si el Parlamento reprueba a la Intervención General de la Junta por no haber llamado a los bomberos ante un caso que olía a quemado, debería, por decencia y coherencia, amonestar igualmente a todos los receptores de esos 15 informes que alertaban de que salían llamas del extractor y no hicieron nada de nada.
Es solo uno de los absurdos del dictamen de los ERE que los enfrentamientos políticos y partidarios han arruinado. Izquierda Unida, en un papel muy duro y beligerante, sin amilanarse ante ninguno de los comparecientes, inspiró un dictamen final crítico con la acción de diez años de Gobierno y que circunscribía las responsabilidades políticas directas a los exconsejeros de Empleo, José Antonio Viera y Antonio Fernández. El primero, diputado en el Congreso, no está imputado en el caso, aunque la Guardia Civil le otorga “una papel esencial” en la supuesta trama. El segundo, ha pasado cuatro meses en la cárcel en prisión preventiva, acusado por la juez instructora del caso ERE, Mercedes Alaya, de diseñar un sistema de ayudas públicas millonarias entregadas de manera arbitraria. Además está imputado por cohecho, falsedad en documento mercantil, malversación, prevaricación, fraude de subvenciones y negociaciones prohibidas a funcionarios. Pese a la contundencia de las imputaciones –aún no ha sido juzgado–, el PSOE no estaba dispuesto a hacer autocrítica ni a utilizar el Parlamento para depurar responsabilidades en su partido. Quería, como ha logrado, que todo quedara circunscrito al exdirector general de Trabajo, Francisco Javier Guerrero, el del chófer cocainómano, el personaje más novelesco que ha habido en un caso de corrupción en Andalucía y al que, al parecer, nadie nombró, ni vigiló, ni controló. Llevamos meses escuchando a los socialistas preguntarse por qué han perdido su crédito ante la ciudadanía, prometiendo recetas para reconquistar la calle, exigiendo que se asuman los errores del Gobierno de Zapatero. Quizás para sostener ese discurso deberían de haber pensado que lo mismo la comisión ERE era una buena oportunidad para pasar de las palabras a los hechos. En la comisión, en meses estivales, se retrató un Gobierno con vicios internos inasumibles para una buena gestión pública, acomodado, en el que cada consejero miraba hacia su parcela de poder y trataba de no inmiscuirse en la de los demás y en la que una Dirección General de Trabajo, con dos titulares al frente, Francisco Javier Guerrero y su sucesor, Juan Márquez, repartió durante dos décadas subvenciones públicas “prescindiendo de forma total y absoluta del procedimiento administrativo establecido”. Asomó la debilidad de los controles frente a 647 millones de euros consignados en los Presupuestos.
El PP, quizás, debería haberse ajustado a los hechos probados, antes de defender a toda costa un dictamen político que se llevara por delante al presidente andaluz, José Antonio Griñán. El PP unió sus votos al PSOE y con las mismas papeletas del no ha salvado a los exconsejeros, ahorrándole a los socialistas la encrucijada de que el Parlamento sancionara a Viera, diputado en el Congreso. Lo mismo podrían haber exigido su dimisión. Pero los populares, los mismos que descafeinaron la comisión de Bankia y han amordazado la del Madrid-Arena, prefieren la política de tierra quemada. Y bajo la premisa de mantener su coherencia, han optado por servir de coartada al PSOE. Y están satisfechos y felices. O eso parece.
Izquierda Unida ha hecho un gran trabajo en la comisión pero ahora llega el momento de la verdad y su gallardía se disuelve como un azucarillo en el café. De momento, han dejado claro que el pacto de Gobierno no tiene nada que ver. La fábula del huevito (“Este pidió una ayuda, este la concedió, este la pagó, este miró a otro lado, y este pícaro golfo se lo comió”), que la diputada Alba Doblas le hizo con un juego de manos a Chaves para indicar que todos habían participado en el caso ERE queda en eso. En una fábula. Como la comisión de los ERE. Porque en Andalucía “dimitir sí es un nombre ruso”, parafraseando a José Antonio Castro. Y encima, algunos consideran una ingenuidad que se espere que una comisión de investigación en el Parlamento sirva de algo. El retrato del presunto episodio corrupto y de los actuales dirigentes políticos, ahí queda. En el Diario de Sesiones.
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