"Django desencadenado" y su invisible vínculo con Almería


Juan Gabriel García
Crítico de Arte / La Voz de Almería

Durante unos días buena parte del mobiliario urbano de Almería se ha vestido con los carteles promocionales de Django desencadenado, la última película de Quentin Tarantino que, en esta ocasión sí, se ha atrevido con un western. Pero son muchos más los lazos que de forma indirecta unen a esta cinta con Almería.

Tarantino es un cinéfilo empedernido y uno de sus géneros predilectos es el llamado spaghetti western. Así lo constatamos cuando se anunció su presencia en Almería como invitado del Rolling Roadshow Tour en 2008, aquella iniciativa impulsada por los cines Alamo Drafthouse Cinema de Texas, que consistió en proyectar la ‘trilogía del dólar’ de Leone en uno de los escenarios donde se rodó. Supuso una exitosa bacanal de autocanibalismo cinéfilo que se echa de menos.

No vino al final Tarantino, que ultimaba Malditos bastardos, pero dos de las películas que se proyectaron, Por un puñado de dólares y La muerte tenía un precio, pertenecían a su colección privada. La copia de El bueno, el feo y el malo no la prestó porque es su película favorita y desprenderse de ella hubiese sido como arrancarle a Gollum su tesoro.

Todavía corre el rumor de que tiempo después Tarantino visitó de incógnito Almería en busca de localizaciones para Django desencadenado. Ocurriese esto o no, resulta irrebatible que todo indicaba que se acordaría de Almería para algunas escenas, pero finalmente el rodaje transcurrió en los Estados Unidos. Hasta el Ayuntamiento de Almería le escribió una carta invitándole a viajar a la ciudad para buscar escenarios naturales en la provincia.

En una entrevista publicada en el número de enero de la revista de cine Imágenes de Actualidad, Tarantino despeja dudas. El periodista Gabriel Lerman le pregunta al director por la presencia de Franco Nero en Django desencadenado, el actor que dio vida al Django original en la película de 1966 titulada Djanjo, dirigida por Sergio Corbucci, y el motivo por el que no ha recurrido a más estrellas del spaghetti western. Tarantino responde: “Si hubiese querido reverenciar al género, me habría ido a rodarla a Almería”.

Y tiene toda la razón porque Django desencadenado es un southern, historia ambientada en el contexto de la esclavitud, envuelto en el estilo narrativo del spaghetti western pero con el inconfundible sello de su autor, es decir, violencia sublimada que llega al absurdo, humor negro, diálogos hilarantes llenos de ritmo y continuos guiños a las miles de fuentes de las que bebe aunque en esta ocasión encontramos menos de las que cabría esperar. Tarantino vuelve a sorprender. Nos regala casi tres horas de una fuerza cinematográfica incalculable y logra algo francamente difícil: darle otra vuelta de tuerca a un género tan codificado como el western y crear una obra completamente original.

En Django desencadenado Tarantino toma prestadas las composiciones de músicos como Morricone, Bacalov u Ortolani y las mezcla con algún tema rap, y ese maridaje que en otro cineasta rozaría el ridículo, en él resulta válido. Los créditos iniciales son idénticos a los del Django de Corbucci, canción incluida con pequeñas modificaciones, si bien la cinta de Tarantino no se trata ni mucho menos de un remake de la de 1966.

La venganza como motor de la historia, la relación paterno–filial entre los dos protagonistas, tan presente en el spaghetti western y en películas con paisaje almeriense como De hombre a hombre o El día de la ira, una aparición fantasmagórica de Django muy parecida a la de Eastwood en el final de Por un puñado de dólares, las escenas de la nieve que recuerdan a El gran silencio o la divertida secuencia en la que unos personajes lucen un capuz tipo Ku Kux Klan, claro guiño a los encapuchados del Django de Corbucci, son algunos ejemplos de las referencias que pueblan Django desencadenado.

El cine de Tarantino se mueve en una hiperbólica visión estética y argumental, si se acepta todo funciona, si no, el relato se desvanece. El exceso, la exageración en la que Tarantino sumerge su universo eleva al paroxismo el planteamiento de la violencia que se torna paródica, espectacular, infame e inofensiva por su intencionado alejamiento de la realidad.

Los disparos son cañonazos de trayectorias inverosímiles que impactan en los cuerpos que escupen sangre y vísceras con la fuerza de un géiser. Precisamente por esta razón, la desmesura, la carga crítica que propone la cinta sobre un asunto tan trascendente como la esclavitud se ve relegada a una mera anécdota, casi a una excusa de guión para autorizar moralmente la sed de venganza del protagonista, un convincente Jamie Foxx.

Aparte de alguna que otra escena que se podría haber obviado, Tarantino no sobresale por el uso de la elipsis y los 165 minutos de la historia a muchos les parecerán indefendibles, lo peor de la película, con diferencia, resulta ajeno al director y lo encontramos en el doblaje.

La transcripción fonética de los diálogos de los personajes de raza negra al español chirría, pierden credibilidad con esa peculiar forma de hablar similar a la de la criada de la señorita Escarlata en Lo que el viento se llevó. El doblaje acarrea que nos perdamos un insondable repertorio de matices en el acento y la entonación de los actores. Como le sucede a un puñado de personajes secundarios que podrían agruparse en el arquetipo de paleto sureño y, sobre todo, al interpretado por Cristoph Waltz, el Dr. King Schulzt, una nueva joya que Tarantino regala a este solvente actor austriaco que da vida a un culto y verborreico cazador de recompensas alemán.

Mención aparte merece Leonardo Di Caprio y la construcción de su personaje, el villano Calvin Candie. ¿Quién nos iba a decir que el ‘niñatillo’ de, perdónenme, la insoportable Titanic, firmaría uno de los personajes más memorables del complejo mundo de Tarantino? Y lo mejor para Di Caprio, que se va a tomar un descanso, radica en lo lejos que se nos antoja su techo. No se pierdan la escena en la que, cráneo en mano y apoyado en la pseudociencia de la frenología, justifica la esclavitud. ¡Ah!, y el actor fetiche de Tarantino, Samuel L. Jackson, inmenso en su rol de despreciable esclavo acomodado.

Otro aspecto positivo de esta película lo descubrí al coincidir en el cine con espectadores de todas las edades. Adolescentes, jóvenes, de mediana edad, y ese público que ya peina canas, por encima de los 60 años, que ilusionado acudía a la sala para ver de nuevo un western en la gran pantalla.

Django desencadenado es una película indispensable, imperfecta pero con chispazos de genialidad, en otro tiempo hubiese significado el punto de partida de una nueva variante genérica del western, pero esa época pertenece al pasado. Se nos presenta como un oasis en el olvido al que se defenestró a este género. Pero no nos engañemos, esta resurrección momentánea no deja de ser un espejismo gestado por un talento tan controvertido y brillante como el de Tarantino.

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