Carlos Herrera
Director de Herrera en la Onda
La
iglesia de la Encarnación
de Cuevas del Almanzora, su pueblo y el mío, anda de ruinas y reconstrucciones.
El párroco, un fibroso y joven cura con aspecto de cartero rural, de corredor
de maratones, se ha propuesto impedir su deterioro y anda de aquí para allá
consiguiendo los fondos que la
Junta de Andalucía le reserva a otros templos de otros
pueblos al objeto de que esa joya del siglo XVI pueda seguir erguida otros
quinientos años más. Se lo digo por si un día llama a su puerta: no se la
cierre y busque en el fondo de sus bolsillos la calderilla que le sobre. Cuando
una iglesia se cae, no se cae solo un templo católico en el que rezan los
fieles: se cae un monumento de la memoria colectiva, un núcleo popular, un
archivo de la historia local, un patrimonio de todos. No sé de dónde sacará el
joven don Antonio los dos millones de euros que hacen falta para recimentar el
templo, pero no me cabe ninguna duda de que lo hará. Con él estaremos, en
cualquier caso, los lugareños y sus amigos.
Carlos Herrera ha colaborado en la restauración de la iglesia de su pueblo |
Jesús
Caicedo, alcalde de Cuevas y gran esperanza blanca de los liberales andaluces y
españoles, se multiplicaba aquí y allá en busca de la aportación de todas las
instituciones. Diputado por Almería, Caicedo es el ejemplo de alcalde de unos y
otros, de los que le votan y de los que no, hombre inquieto que igual negocia
compensaciones con los norteamericanos por la bomba de Palomares que asiste
como invitado estelar al Foro de Krasnoyarsk, Rusia, donde los de aquel lado
debaten al estilo de Davos. Me lo decía ante una soberbia gamba roja en la mesa
de Tadeo, en Villaricos: «Nene, lo que no te dan los de arriba hay que buscarlo
entre los de abajo, que son los únicos que valen de verdad». Cierto es.
Tadeo,
a todo esto, es el enclave poderoso y feliz en el que todo visitante de la
costa almeriense tiene que acabar antes o después. Regentado por Tadeo
Martínez, hijo de la gran Tadea, ejemplar único del realismo mágico de Almería,
mujer poco dada a los viajes (se niega a visitar la vecina Mojácar o la lejana
Suiza por si le pierden la maleta), Casa Tadeo tiene la impertinente costumbre
de cocinar el mejor arroz con bogavante que conoce el país. Yo, al menos, no he
comido nunca otro igual, meloso, denso, sabroso, hecho en paella. Villaricos es
pedanía cuevana a la orilla del mar, con mil habitantes o así, con recoleto
puerto y soberbio aroma a aquellos pueblitos de antes, cuando las playas eran
como las de todo el cabo de Gata, el último paraíso de las costas de España
(San José, Las Negras, Aguamarga). En Villaricos aún se pueden escuchar los
acentos de antes y comer las cosas de siempre. Tadeo debe de tener unos
peculiares rayos X para elegir las gambas rojas de Garrucha, que son las mismas
que las de Palamós, de Arenys, de Denia y de todo el Mediterráneo, esa que va y
viene, que de pronto parece que desaparece pero que a los pocos meses vuelve a
reaparecer con una fuerza inusitada y providencial merced a su propia parada
biológica por cascadas. Esa gamba roja es un crustáceo decápodo, es decir, de
diez patas, que puede vivir cuatro años, que cambia de sexo (ya ven) y que
difícilmente es superable en sabor si está cocinado oportunamente. Si se les va
la mano en la plancha habrán consumado un gambicidio imperdonable, pero si la
dejan en el punto adecuado sorberán una cabeza líquida y jugosa como pocas
cosas en la vida. Las del pasado sábado en Tadeo eran así, oferentes del mejor
mar que conocieron las civilizaciones, ese por el que nos llegó la religión
pero también el escepticismo.
De
la iglesia de Cuevas a la gamba de Tadeo solo hay un paso. Ambas, necesarias.
Ambas, llenas de vida y memoria. Saberes y sabores. La memoria de uno.
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