Emilio
Ruiz
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Las
palabras pronunciadas la semana pasada por Juan Rosell, presidente de la patronal
CEOE –“Quizá es mejor ponerles un subsidio a los funcionarios a que estén en la
Administración consumiendo papel y teléfono”-, han soliviantado a todos los
sindicatos de funcionarios, y no sin razón. No entiendo esta manía de los
presidentes de la CEOE por meterse en charcos extraños. Igual que poner en
duda, como hizo el mismo Rosell, la fiabilidad de los datos de la EPA. Es
navegar contracorriente en la aceptación de unos criterios de recuento de
desempleados que están universalmente aceptados. Mucho debieron aprender, pero
no lo hicieron, este presidente y su antecesor, Díaz Ferrán, de quien les
precedió en la CEOE, José María Cuevas, un hombre comedido y prudente que supo
ostentar el cargo de presidente con bastante dignidad.
Un poco de humor |
Las
palabras de Rosell son injustas. Generalizar siempre es injusto. Generalizar,
además, de forma burda, como ahora, puede llevar a alguien a pensar que lo que
quiere este hombre no es otra cosa que la propia destrucción del Estado para
dejarlo en manos de las “leyes del mercado”, que ni siquiera deben estar
escritas. Una administración pública suficiente y eficaz es la mayor garantía
de supervivencia de un Estado de Derecho, que no puede estar sometido a las
veleidades políticas.
Rosell
ha rectificado y es precisamente en los términos de su rectificación donde hay
que insertar el debate. La pregunta que hoy ronda por la mente de muchos
españoles es simple: ¿Sobran en España empleados públicos?
Según
el último informe del Gobierno, en España el número de empleados públicos es de
2.530.956. De éstos, el 61 por ciento (1.653.498)
es funcionario; el 26 por ciento (690.278) es personal laboral y el 13 por
ciento restante es personal interino y eventual. En Andalucía el número de empleados públicos es de 499.974, según los
últimos datos conocidos. Representa el 19 por ciento del total nacional, algo
más de un punto por encima del peso específico de la población de Andalucía en
el conjunto de España. Tras Andalucía las siguientes comunidades autónomas con
más empleados públicos son Madrid (427.650, el 16 por ciento del total
nacional), Cataluña (302.607, con el 11,38 por ciento) y Comunidad Valenciana
(228.453, con el 8,59 por ciento).
Distribuidos
los empleados públicos andaluces por administraciones, 257.234 (51,44 por
ciento) son de la Junta de Andalucía, a la administración local corresponden 130.415
(el 26 por ciento), 92.408 son empleados del Gobierno central y 19.917 personas
dependen de las universidades públicas. Por provincias, Sevilla es la provincia
que concentra mayor número de funcionarios, con 120.806, y las que menos, Almería
(37.806) y Huelva (33.631).
Volvemos a
la pregunta que da título a este artículo: ¿Sobran funcionarios, o empleados
públicos, por ser más exactos, en España y en Andalucía? A tal pregunta los
sindicatos responden proporcionando unos datos que consideran concluyentes: en España
hay un empleado público por cada 17,79 habitantes. La media en la Unión Europea está
en los 16,89 habitantes. Hay notables diferencias entre países. En Suecia hay
un empleado público por cada 8,09 habitantes mientras en Eslovaquia hay 135
habitantes por cada empleado público. En Alemania son 18,26 y 30,29 en Grecia. Tomando estos datos de los
países de nuestro entorno, se puede llegar a la conclusión de que la función
pública española no sólo no está sobredimensionada.
Pero
estas cifras pueden inducir a confusión. Por dos razones. Una de ellas es muy
importante: ¿cuál es la referencia idónea que hay que tomar para establecer el
número de funcionarios: el de habitantes, el de la población activa, el que se
adecúa a la edad de la población…? Con cada una de estas referencias el
resultado sería distinto. Y la otra
razón no es menos importante: habrá que determinar el número de funcionarios
por la cantidad de servicios que tiene asignado el personal de las distintas
administraciones públicas. Es obvio que un país con fuerte implantación de la
llamada “externalización de servicios” precisa de menos funcionarios que otro
que tiene a su personal fuertemente implantado en todas las organizaciones
gubernamentales.
En
los últimos años, las administraciones públicas españolas han orientado sus
políticas hacia la externalización de servicios. Se ha cedido a empresas
privadas la explotación de multitud de servicios que tradicionalmente ha
desempeñado el funcionariado. Hoy en día no resulta fácil encontrar empleados
públicos en labores como mantenimiento de jardinería, limpieza viaria,
mantenimiento de carreteras, transporte sanitario, servicios de cátering de
instituciones públicas, etc., etc. Incluso estamos aceptando como normal la
presencia de la empresa privada en actividades públicas que, hasta ahora, eran
casi intocables, como la sanidad, la educación, la dependencia y la seguridad.
Volviendo
a la respuesta que se pide, podemos concluir que la administración pública
española no está sobredimensionada. Pero sí se tiene la percepción de que la
distribución no es la adecuada. Mientras encontramos despachos con las mesas
apelotonadas y sus ocupantes disfrutando de muchos ratos de ocio hay centros de
salud con un solo médico, dejando el centro desasistido en caso de tener que
atender a una urgencia, por poner sólo un ejemplo. El propio Rosell puso, en la
rectificación de sus declaraciones, otro ejemplo que tampoco nos es ajeno:
servicios municipales de urbanismo que se llenaron de empleados con el boom
inmobiliario hoy mantienen sus plantillas inalterables.
Conclusión:
no sobran funcionarios. Pero los que hay están mal distribuidos. Hay actividades
públicas en las que su escasez es alarmante, pero hay otras en las que los
excedentes son igualmente alarmantes. El
criterio del ministro Montoro (“subimos los impuestos porque mucha gente
no los paga”), aplicado al personal público conduce a la afirmación de que es
normal que en muchas instituciones falte personal porque en otras sobra. El
buen administrador público no es el que sube los impuestos a los que pagan para
compensar la pérdida de ingresos por los que no pagan. El buen administrador
público es el que consigue que paguen los que están obligados a pagar. Pues
aplíquese la afirmación a los empleados públicos: hay que excluir a los que
sobran para incluir a los que faltan.
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