Andrés Valenzuela
Página 12
Con banderas a media asta, homenajes dibujados y un incesante recorrido de
lectores veteranos y colegas del lápiz, hoy la nación de Trulalá está de luto.
Ayer, en las primeras horas de la madrugada, murió Manuel García Ferré, creador
de cantidad de personajes infantiles que marcaron a varias generaciones desde la
revista Anteojito y desde la pantalla del cine. El dibujante y emprendedor
andaluz tenía 83 años y varias operaciones entre pecho y espalda. Tres días
antes había ido a hacerse un chequeo y quedó internado. En el quirófano,
finalmente, no soportó la última intervención y quedaron truncos sus planes.
Porque García Ferré siempre tenía una próxima película en mente.
El Maestro recibe una placa del Instituto de Estudios Almerienses |
Era llamativo verlo en público. En principio, porque ya no se prestaba tanto
para las ocasiones sociales con mucha gente. Cuando acudía a una, sus fans
hacían paciente cola para sacarse una foto o dejarle un abrazo. Y siempre
llamaba la atención su paciencia y su vitalidad. A la muestra retrospectiva que
se le hizo en el Centro Cultural Recoleta hace un par de años llegó caminando
solo y solo se fue. “Está mejor que todos nosotros juntos”, comentó un
treintañero de la organización. No faltaba verdad a eso: un editor contaba que
cuando el gobierno porteño anunció en Frankfurt la creación del Museo del Humor
(MuHu), al llegar a Alemania García Ferré empujaba su valija y la de Carlos
Garaycochea, por entonces recientemente operado.
El año pasado, en la entrega de los Premios Banda Dibujada, se mostró lúcido,
dio un discurso muy cálido sobre la importancia de transmitir valores a los
chicos a través de los personajes y se avino a todo el fervor que generaba entre
sus colegas más jóvenes, tanto de veinteañeros apenas conocidos como de
consagrados como Liniers. Esa jornada de junio recibió su último reconocimiento
público: el premio a la trayectoria que le entregó el movimiento cultural Banda
Dibujada, y que este año recibirá Oswal. No es casual que Oswal sea un autor
cuya obra más importante, Sonoman, apareció durante una década en las páginas de
las revistas que editaba el andaluz. García Ferré fue fundamental en la
promoción de numerosos colegas.
García Ferré nació en Almería, España, en 1929 y emigró a la Argentina a los
17 años. Estudió arquitectura, pero trabajaba en publicidad mientras se pulía
como dibujante. Fue entonces cuando dio con su primer hito, Pi-Pío, una serie
por cuya reedición le rogaban sus colegas en ese último homenaje. En el universo
de Pi-Pío aparecieron Oaky (“¡cosha golda!”) e Hijitus (“sombrero,
¡sombreritus!”), además de otros muchos iconos.
El gran salto lo pegó cuando consiguió llevar a Hijitus a la pantalla chica.
Filmó los dibujitos animados del personaje del sombrero roto a color, aunque en
1967, cuando se estrenó, la televisión aún se veía en blanco y negro. García
Ferré intuía que el color llegaría pronto y prefería estar preparado. Canal 13
transmitió al personaje con capítulos estreno hasta 1974 y desde entonces,
temporada por medio, los repone. Esto convirtió a sus personajes en referentes
culturales inevitables de decenas de miles de argentinos. Si un niño usa lentes
o aparece peinado con raya al medio, muy probablemente en algún momento de su
infancia escuche que lo apodan Calculín.
El dato de haber filmado la serie original a color, aunque los televisores de
la época no podían reproducirlo, dice mucho de su perspectiva creativa. Su
apuesta por el color no era fanfarronería ni quijotada sin sentido. Entre los
grandes méritos del dibujante estaban un agudo sentido emprendedor y una fuerte
motivación por la calidad del producto final. En más de una ocasión desechó las
críticas por haber invertido un millón de pesos en la producción de una película
animada, de las que hizo media docena. ¿Cómo quieren competir en calidad y
popularidad con las películas norteamericanas sin invertir dinero?, planteaba.
Y, excepción hecha de Soledad y Larguirucho, su última producción, sus trabajos
confirmaban esa regla. Manuelita, Ico, el caballito valiente y otras
producciones no tenían nada que envidiar a sus pares de los grandes mercados
mundiales, e incluso se las arreglaban para cosechar algún premio internacional.
No en vano le decían “el Walt Disney latinoamericano”, por el enorme éxito de
sus animaciones en todo el continente.
Pero García Ferré no sólo influyó a generaciones a través de su serie animada
o de sus películas. Personajes como Larguirucho o Neurus pasaban con facilidad
de la pantalla al papel. De hecho, tras el éxito de su aventura televisiva lanzó
Anteojito, una revista educativa para chicos que estuvo vigente durante casi
cuatro décadas y llegó a vender 300.000 ejemplares, hasta que la crisis de 2001
le dio los golpes finales y debió cerrar en 2002. Allí el peso de sus creaciones
se diversificó. Por un lado, porque la publicación se convirtió en un clásico y
no era infrecuente la pregunta: “Tus papás cuál te compran, ¿Anteojito o
Billiken?” Por otro lado, porque fue cantera e inspiración para cantidad de
dibujantes. No sólo los que eran niños y pasaban tardes copiando sus
historietas, sino también un montón de profesionales en ciernes que recuerdan
con cariño ser atendidos por García Ferré en persona y que éste les comprara
alguna página para estimularlos, aunque luego no fuera a ser publicada.
Cuando se le preguntaba por qué sus creaciones habían calado tan hondo entre
lectores y espectadores, García Ferré no hablaba tanto de la calidad de la obra
ni del esfuerzo que insumía, sino de “valores”. Para él, cada personaje del
mundo de Trulalá era una historia que transmitía valores morales a los niños que
la seguían. Estaban inspirados en personas reales, aseguraba, lo que les daba
carnadura, pero sobre todo planteaban un modo de ver el mundo que, por cierto,
tendía a ser conservador. Esta moralina es defendida a capa y espada por una
legión de admiradores incondicionales, lectores de la vieja guardia que en los
circuitos de coleccionistas agregan el posfijo “itus” a sus nombres, en
“homenaje al maestro” y que regañaban a los críticos de cine “sin corazón”
cuando éstos criticaron las falencias del encuentro entre la animación y la
cantante Soledad Pastorutti.
Entre otras producciones, García Ferré cobijó en su editorial las revistas
Muy interesante y Ser padres hoy, por ejemplo, y también creó la enciclopedia El
libro gordo de Petete (que, en rigor, nunca fue un libro propiamente dicho sino
hasta unos años atrás, cuando V&R Editoras recopiló todo el material
disponible en un tomo). Petete también llegó a la televisión, pero de la mano de
una joven Gachi Ferrari primero, y con Guillermina Valdés luego, por Telefé.
García Ferré hablaba mucho acerca de la responsabilidad social del artista.
Del dibujante con su lápiz, “el escultor con el cincel, el pintor con el óleo y
el músico con su flauta”. Con esa idea, afirmaba: “Los ideales y la ilusión nos
traen el sentido más grande”. Su sentido, esperaba, era ofrecer una “diversión
educativa”. Una estatua en Balcarce y México, en pleno San Telmo, lo reconoce
por ello. Y cuenta, sobre todo, con el cariño incondicional de miles de fans. En
ellos, su intención pedagógica hizo escuela. Fue su más grande logro.
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