Carlos Sánchez
Director Adjunto de El Confidencial
La geografía del
hambre es dispersa. Pero no tiene nada que ver con el capricho de los dioses.
Ni, por supuesto, con un cierto determinismo histórico. Tampoco con condicionantes
geográficos, naturales o culturales. El hambre -o la ausencia de un mínimo
nivel de bienestar general- hay que vincularlo, fundamentalmente, con el entramado
institucional de un territorio. En última instancia con la democracia.
Las sociedades mejor organizadas son, de hecho, las que han alcanzado mayores
niveles de prosperidad material. Eso explica, por
ejemplo, y como ha evidenciado el economista Carlos Sebastián*, que en
1960, en plena descolonización, el África subsahariana tuviera un nivel de PIB
per cápita superior al de muchas zonas del Extremo Oriente o de Asia
central.
Racionamiento |
Sin duda que el
precipitado y caótico proceso descolonizador tuvo mucho que ver con el súbito
empobrecimiento de la región. Cuando las potencias europeas ocupantes
abandonaron África, no se preocuparon de dejar a la población africana ni capital
humano ni equipamiento en infraestructuras, lo que determinó su
futuro inmediato. Hoy, como se sabe, África subsahariana es la región más
pobre del planeta.
No hay que irse tan
lejos para encontrar un proceso de empobrecimiento similar. Desde luego no con
la misma intensidad y desgarro humano, pero sí, igualmente, significativo que
pone de relieve la importancia de la calidad de las instituciones.
Aunque cueste
creerlo, y como han demostrado diferentes estudios, Andalucía era la región más
rica de España en 1800, tanto en relación al peso de su PIB respecto del
conjunto del país (el 25,7%) como por su riqueza per cápita. De hecho, y como
han sugerido algunos historiadores, Andalucía lo tenía todo para ser la cuna de
la revolución industrial en España. Nunca lo fue.
Como sostiene el
historiador Jiménez Blanco**, el desinterés de su clase dirigente por
todo lo que no fuera conservar su patrimonio territorial, llevó a la frustración
y a la decadencia, y eso explica que al comienzo de la Transición política
Andalucía representara ya tan sólo el 12,5% del PIB de España, la mitad que dos
siglos antes. Algún tiempo antes, intelectuales como Alfonso Carlos Comín,
Alfonso Grosso y Armando López Salinas habían escrito libros seminales como
Noticia de Andalucía o Por el Río Abajo, en los que se
denunciaban las condiciones de vida de la región.
Razones políticas
y económicas
El libro de Comín y
otros muchos publicados durante la Transición pueden justificar en parte que
Andalucía ocupara el centro del debate nacional. No sólo por razones políticas
(el referéndum del 28-F o el hecho de que los máximos dirigentes del PSOE
fueran sevillanos), sino también económicas. La región más pobre del
país se enfrentaba a su futuro en una España democrática. Lo mejor
estaba por llegar.
Y lo cierto es que
en la región se han invertido decenas de miles de millones de euros en
los últimos años. Precisamente, para vencer el subdesarrollo y darle la vuelta
a la situación. Unas veces con ahorro interno y otras con fondos procedentes de
la Unión Europea
destinados a mejorar la renta de los territorios más desfavorecidos.
Era, sin duda, una cuestión de justicia histórica recuperar el tiempo perdido
en la región más poblada del país.
Tres décadas
después, el resultado no puede ser más estremecedor. Andalucía representa hoy
el 13,4% del PIB nacional, apenas un punto más que hace 30 años, pese a que la
región ha consumido buena parte de los recursos públicos. Y aunque es verdad
que sus niveles de bienestar material han crecido de forma
significativa, lo cierto es que hoy su nivel de prosperidad no ha
supuesto ningún avance respecto del que se ha producido en otras regiones del
país pese a que los recursos con los que ha contado han sido muy superiores. O
dicho en otros términos, no ha habido ninguna mejora relativa. Andalucía, junto
a Extremadura, continúa siendo el territorio con menor renta per cápita
del país: 16.960 euros. O lo que es lo mismo, un 25% menos que la media de
España.
Este fracaso
colectivo de la región, con un Gobierno monocolor desde que Andalucía logró la
autonomía, es lo que justifica un decreto de próxima aparición promovido por la Junta que golpea la
conciencia de cualquier bien nacido. No por lo que encierra, sino por lo
que delata. Las familias andaluzas podrán acogerse a una norma que garantiza
que los niños pobres puedan recibir tres comidas al día.
La frustración de
un pueblo
Ocurre en España y
ocurre en 2013, lo cual demuestra el fracaso de una región gobernada durante
décadas por una casta -nunca mejor empleada esta expresión- que ha convertido
la política en un gigantesco teatro de la demagogia y del oportunismo. Lo
curioso del caso es que se presenta la medida como un gesto progresista de
solidaridad, cuando en realidad lo que deja entrever es la frustración
de un pueblo condenado a la beneficencia pública. Precisamente, por la ausencia
de políticas generadoras de puestos de trabajo y de riqueza. La cultura de la
subvención y del clientelismo como supremo instrumento de acción política. La
región que más necesita la inversión extranjera para aligerar su ingente
carga de pisos vacíos es, paradójicamente, la que pone más barreras de
entrada.
Un auténtico fracaso
colectivo que parece desconocer que la pobreza no es sólo un fenómeno de
carácter económico vinculado a la falta de comodidades y al sufrimiento. La
pobreza es también una condición social y psicológica que convierte a los
ciudadanos en súbditos. Aunque no sólo eso. Como han puesto de manifiesto
innumerables estudios, el trabajo es el principal elemento de integración
social. La posición de cada uno en la sociedad viene dada por lo que es,
no por lo que no es. Y cuando no solamente se está parado sino que,
además, hay que recurrir a la beneficencia pública, es que la fractura social
existe. La democracia es una estafa.
Los programas
burocráticos de asistencia a los desfavorecidos, como sostenía Anthony
Giddens, el padre de la
Tercera Vía , pueden contribuir a aliviar la situación de
penuria, pero también pueden reforzarla. Las personas pasan a depender de
sistemas de asistencia que les resultan ajenos y sobre los que ejercen escaso
control democrático. El subsidio estructural aleja a quien lo recibe de la
cosa pública, toda vez que percibe su propia subsistencia como ajena a los
estándares de vida cotidiana. La pobreza es individual, el trabajo socializa.
La caridad no es un
derecho subjetivo vinculado a una contribución inicial -como es el seguro de
desempleo- sino que despoja de su esencia al ciudadano. En feliz expresión del
sociólogo Ulrick Beck, el pobre, transita por una zona gris del ir y
venir que lo deja a merced de los gobernantes.
Andalucía se ha
metido en una especie de espiral destructiva de la que es incapaz de
salir. Y el hecho de que seis de cada cien niños se encuentren en riesgo de
exclusión social, es decir, de pobreza extrema, como ha admitido la consejera Susana
Díaz, no es más que el reconocimiento del fracaso de un partido que lleva
tres décadas gobernando, y que ha hecho de la caridad, de la beneficencia,
su razón de ser.
* Carlos
Sebastián. Subdesarrollo y esperanza en África. Galaxia Gutenberg.
Círculo de Lectores.
** José Ignacio
Jiménez Blanco. Las raíces agrarias del crecimiento económico andaluz y el
grupo Larios. Asociación Española de Historia Económica.
(Artículo original: http://blogs.elconfidencial.com/espana/mientras-tanto/2013/04/21/espana-2013-hambre-en-andalucia-11152)
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