Escritor
Llegué a Almería, procedente de Vera, donde pasé mi niñez, a los nueve años y cuando los coletazos de la guerra fratricida (1936-1939) que arrojaron un millón de muertos, título por otra parte de una celebrada novela del catalán Gironella, aún se sufrían en la bella urbe que baña el Mediterráneo, domina desde un cerro la Alcazaba, fortaleza árabe y ha sido la cuna de figuras de renombre internacional. Todavía seguían los bombardeos de la aviación alemana —las “pavas”— y hacía poco que el “acorazado de bolsillo” Graef Spee le había ocasionado serios destrozos. Mi padre era el encargado de suministrar energía eléctrica a la capital, entre otros, desde una subestación en las afueras, cortándola durante los ataques que, en el campo, veía junto a mi madre.
Fue el tiempo en que Antonio Machado tuvo que huir penosamente a una Francia bastante dura con los exiliados españoles y en donde murió en el pueblecito llamado Colliure. Y fue el tiempo de mi andadura en los últimos años de la escuela primaria y el posterior ingreso en el Instituto Nacional de Enseñanza Media, gracias a la obtención de una matrícula gratuita gubernamental por las notas obtenidas en el examen de entrada y que permitía el costo de la enseñanza. Siete años de bachillerato con un cuerpo de profesores excelente, todos por concurso, con estudios de latín y griego, además de otras lenguas europeas.
Cuerpo en el que descollaba por su apertura progresista la poeta y catedrática de Literatura Celia Viñas Olivella —hoy un instituto y un busto la evocan— que puso un aire de modernidad en Almería y se atrevió, en pleno auge del franquismo, a facilitarnos el conocimiento de la obra de Federico García Lorca. Ella reconoció mi incipiente labor poética y estimuló a los creadores en letras, teatro —montó “Hamlet”— y artes plásticas. ¿Y quién estudiaba conmigo, quién asistía a sus clases y salía en provechosas giras de estudio por las cercanías de la urbe con chicas y chicos, la mayoría de alto nivel social? Pues, sí, Manuel García Ferré, cuya muerte en Buenos Aires me ha calado hondo. Porque el autor de Anteojito, Hijitus, “El libro gordo de Petete” y tantas producciones para las revistas, la televisión y el cine fue mi compañero en las aulas durante tres años, junto con su hermano Jesús, más alto y explícito que el autor de “Mil intentos y un invento”. Manuel, prematuramente con gruesos anteojos, era parco en la expresión, reconcentrado pese a su juventud y el bullicio del estudiantado, de irreprochable conducta, buen pasar y trato afable.
Como artista gráfico ya mostraba sus grandes condiciones en el periódico mural del instituto, antiguo convento junto a la iglesia de la Virgen del Mar, patrona de Almería. Recuerdo que realizó un dibujo con vibrantes colores de una escena de la película “El libro de la selva”, basada en la obra de Kipling. Llamó la atención de los casi mil alumnos de la institución y en lo particular tengo la satisfacción de que ilustró uno de mis primeros poemas.
Cuando terminó el tercer curso, con diecisiete años, se vino a la Argentina. Yo lo hice varios años después por sendas dispares. Él siguió en lo suyo, fiel a su vocación, y en mi caso abriéndome camino ¿se hace al andar? en la literatura, el periodismo y el teatro. Él en Buenos Aires, yo en Santa Fe.
Reacio a buscar el apoyo de los famosos nunca lo llamé. Pero en esa juvenilia que Cané supo retratar estará mientras viva la imagen de Manuel, tan medido, tan juicioso, tan humanista, un verdadero artista cuya desaparición me duele, como duele la feliz juventud perdida.
(ellitoral.com)
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