Sebastián García Ferré
Nieto de Manuel García Ferré
Para algunos era “García Ferré”, el creador de mil sueños
e impulsor de un mundo de fantasía para los niños (y no solo), o un hombre
brillante y un empresario exitoso. Para otros, era “Don Manuel”, un caballero respetable que
supo darles un trabajo o con quien pudieron colaborar de alguna manera. Para
los más próximos era “Manolo”, cuyo nombre encierra una definición que
resultaría superfluo detallar ahora.
Don Manuel, orgullo de una tierra que no lo pudo disfrutar todo lo que quiso por una maldita guerra |
Para mí, simplemente, era “abuelo”. Con eso, me sobran razones para sentir su ausencia.
Manuel, o Manolo para los más íntimos, era un soñador, un
artista, un creador y toda una serie de calificativos más que podríamos
adjudicarle. A pesar de lo peculiar o especial que pudiera ser su figura, a mí
me gusta ver a Manolo como un ser humano, ante todo.
Rainer Maria Rilke dijo
que la verdadera patria del hombre es la infancia. Si nos basamos en esta idea, la infancia de Manolo se encontraba
en las hermosas tierras andaluzas, en Almería. Manolo perdió esa patria,
escenario de su no sencilla niñez y primera juventud. Habiendo sentido esa
falta de patria, resulta notable cómo se esforzó en darle a un país entero
parte de su infancia.
Parte de su patria. Esto es algo que logró gracias al
fundamental apoyo de mi abuela Inés. Cuando una persona fallece, puede dejar
dos tipos de cosas en el mundo: lo tangible y lo intangible. Lo tangible pueden
ser sus pertenencias, pero sobre todo es su familia. Somos la prueba viviente
de la huella que dibujó en vida. Lo intangible no se ve, pero se trata de algo
muy grande que todos podemos percibir. Sueños … Ilusión … Infancia … Patria … Intentemos
recordarlo con una sonrisa.
Esa sonrisa que nos viene cada vez que nos acordamos de nuestra
añorada infancia. Es inevitable que sintamos tristeza, aunque eso no debe
empañar todos los aspectos positivos que consiguió brindarnos. El merece que
nuestro recuerdo saque una parte pura e inocente de nosotros.
Sonrían, entonces, cada vez que piensen en “¡Sombrero,
sombreritus, conviérteme en Super Hijitus!” , en “¡Blá má fuete, que no
te cucho!” o en “¡Marche preso, desacatáu!” .
Y, por último, me
permito personificar a mi abuelo y decirles unas palabras en nombre suyo: “Nunca
pierdan la ilusión”.
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