Emilio Ruiz
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“No había recibido nunca
una llamada telefónica del presidente de la Junta de Andalucía. Es la razón que explica mi
sorpresa cuando tras sonar el teléfono móvil escuché la voz de José Antonio
Griñán. Pensé que algo grave debería pasar, pero no, el presidente andaluz me
pedía que aceptara la distinción que el Gobierno de la Junta había decidido
concederme, la de Hijo Predilecto de Andalucía 2011” (Alfonso Guerra, Una
página difícil de arrancar, Planeta, 2013, p. 611).
Cuesta trabajo creer que
quien ha sido una figura esencial en la reconstrucción del socialismo moderno y
en la modernización del propio Estado haya tenido que esperar 37 años para
recibir una llamada del presidente de su comunidad. Es una prueba más de la
controversia que ha rodeado al personaje. Guerra es una de las mentes más preclaras
que se pasean por la política activa española. Es una de las cinco figuras
claves de la Transición.
El último cuarto del siglo pasado, sin él, posiblemente
hubiera sido distinto. Ha dotado a la política de un sello de identidad propio,
que sus seguidores han convertido en corriente, no oficial: el guerrismo.
Guerra es, digo, un
personaje impredecible. Su gran virtud ha sido no dejarse situar dentro del encefalograma
plano de quienes ostentan el poder. Siempre ha sido un rebelde. Un rebelde con
causa. Es, a la vez, un admirador de sí mismo. Su primer admirador. Pero eso no
es un defecto. Es convicción en las creencias propias. El libro da para mucho,
y sería tarea vana extractar su contenido en la limitación de estas líneas. Creo
que deben leerlo. Todos: los admiradores, para ahondar en el conocimiento del
personaje, y quienes le odian –porque Guerra es así, levanta odios o pasiones
sin término intermedio-, para valorar su sinceridad. Verán, estos últimos, que
no es Guerra el ogro que le han pintado.
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